Éloi Marchand Dubois no quería viajar, y cuando lo decía, no era por dramatismo. Era porque, sinceramente, no tenía ganas de pasar cinco días metido en un pueblo caribeño, rodeado por gente que hablaba con una cadencia que no entendía, comiendo cosas que no podía pronunciar y fingiendo que no le incomodaba ver a su padre tan feliz al lado de su nueva esposa.
Su madrastra tenía veintiocho años. Éloi, diecinueve.
El chiste se contaba solo.
—Al menos podrás despejarte antes de que empiecen de nuevo las clases —le dijo su madre por teléfono, desde Marsella.
—Claro —respondió él, mirando por la ventana del avión—, despejarme.
Como si las cosas que uno lleva en la cabeza se evaporaran con el calor.
Llevaba los audífonos puestos, pero no escuchaba nada.
El avión hacía un zumbido constante, uno que ya no registraba. Estaba sentado junto a la ventanilla, aunque no miraba hacia afuera. Solo tenía los ojos clavados en la pantalla frente a él, congelada en el menú de películas, como si no pudiera decidirse por ninguna. O como si ninguna tuviera sentido en ese momento.
Había protestado. Lo suficiente como para que su padre lo llamara “inmaduro” y su madrastra suspirara con esa mezcla de pena y resignación que tan bien sabía interpretar. Pero igual estaba ahí. En un asiento clase turista, cruzando el Atlántico en dirección a un destino que no había elegido.
—Es solo una semana, Éloi. —le había dicho su padre antes de embarcar—. Te va a venir bien cambiar de ambiente.
Sí, claro. Cambiar París por una isla que ni siquiera aparecía bien en Google Maps.
El avión aterrizó con un leve salto, y el calor entró como una bofetada apenas se abrieron las puertas. El tipo de calor húmedo que parecía meterse bajo la piel. Él se abanicó con el pasaporte mientras esperaba en la fila del control migratorio.
—Bienvenidos a San Cayé —dijo una voz en altavoces.
El acento era musical. Las palabras parecían bailar.
Éloi solo pensó en lo lejos que estaba de casa.
El puerto de San Cayé no salía en los mapas turísticos de Francia.
Su padre, sin embargo, tenía un cliente allí, y creyó que sería una buena idea llevar a su esposa y a su hijo mayor a "disfrutar del Caribe real, el que no sale en las postales".
Y allí estaban. Humedad pegajosa, un calor que parecía venir del suelo y no del sol, y un idioma —el creole— mezclado con el español que Éloi no lograba atrapar del todo.
El aeropuerto era pequeño, casi improvisado. Afuera, una hilera de taxis oxidados y vendedores ambulantes que ofrecían collares de conchas, sombreros de paja y cocos fríos. La madrastra, Solène, parecía encantada. Sacó su teléfono y empezó a tomar fotos de todo, incluso del cartel oxidado que decía “Bienvenidos al Paraíso del Caribe”.
Él solo asentía, sonreía a medias, y dejaba que su padre hiciera de guía mientras su madrastra tomaba fotos a todo.
Todo. Incluso una iguana muerta al lado del muelle
—¿Sabías que aquí hicieron una película en los 90s? —le dijo a Éloi, sonriendo—. Hay playas vírgenes, manglares, ruinas coloniales…
Éloi no respondió. Estaba sudando, cargando su maleta por una calle llena de baches. El hotel era una casona colonial remodelada, con balcones de madera y un jardín central lleno de buganvilias. Olía a sal y a guayaba madura.
La habitación tenía un ventilador de techo que giraba perezosamente. Se dejó caer en la cama, abrió el bolso y sacó su libreta. Ni siquiera sabía por qué la había traído. No había escrito nada en semanas. Quizás meses.
Pasó las hojas sin mirar realmente. En la última página escrita había un dibujo torpe de una silueta femenina de espaldas, caminando hacia el mar. No recordaba haberlo hecho.
No lo pensó más. Cerró la libreta. Bajó a cenar.
—¿Vas a quedarte todo el día con esa cara? —preguntó ella mientras lo alcanzaba con una botella de agua.
—No es una cara —respondió él—, es mi rostro natural.
La mujer se rió.
Éloi no.
No le caía mal, pero no le gustaba estar ahí.
Ni con ella. Ni con su padre. Ni en ese lugar.
Hasta que llegó la noche.
Y la música.
—Mañana hay una fiesta en el malecón —anunció Solène mientras probaba un plato de pescado con arroz de coco—. Es la bienvenida a los turistas de temporada.
—¿Una fiesta? —Éloi levantó una ceja.
—Con bailes típicos, música en vivo, comida local. ¡Tienes que venir!
—Paso.
Su padre le lanzó una mirada severa.
—No estás aquí para quedarte en la habitación como un prisionero voluntario.
—Tampoco estoy aquí porque quería venir.
Solène intervino con una sonrisa.
—No peleen. Será divertido, de verdad. Solo una noche.
Una noche, pensó Éloi. Una noche más.
No fue una fiesta organizada para turistas.
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Editado: 08.08.2025