El avión aterrizó con suavidad a las 4:27 p. m. El sol caribeño ya comenzaba a inclinarse, pero seguía siendo implacable. Éloi se abanicó con el pasaporte, igual que la primera vez. Pero esta vez no estaba en la fila con su padre, ni su madrastra sacaba fotos del cartel oxidado.
Esta vez estaba solo.
Pasó migración sin problemas. Llevaba en la maleta un par de trajes de lino, varias carpetas con informes técnicos y una libreta que, aunque parecía olvidada, había sido lo primero que empacó. No había vuelto a dibujar en ella desde la noche que tomó la decisión. No hacía falta.
Mientras caminaba hacia la salida del aeropuerto, una ráfaga de aire cálido lo golpeó en la cara. Cerró los ojos. Por un segundo, creyó oler guayaba madura.
—Señor Marchand Dubois —dijo una voz masculina, con acento local.
Un hombre alto, de camisa clara y gafas oscuras, lo esperaba con un cartel discreto que decía “M&D”. Se presentó como Ernesto Moreira, el encargado de logística local del proyecto.
—¿Primera vez por acá?
Éloi dudó.
—No. Estuve hace años.
—Ah, bueno. Entonces sabe que este calor no perdona —dijo, sonriendo.
Subieron a una camioneta blanca con el logo de la empresa en el costado. Al avanzar por la carretera estrecha, Éloi reconoció algunas cosas: la curva donde había un mural religioso, el puesto de empanadas que siempre tenía fila, la entrada al pueblo con la misma valla oxidada.
Pero todo parecía más pequeño ahora. O quizás él era más grande.
—Nos instalamos en la casa del viejo campo. Se reacondicionó como sede temporal del proyecto —explicó Ernesto mientras conducía—. Tiene espacio, conexión, y algo de vista al mar.
Éloi solo asintió. Su mente estaba lejos. Cada esquina del camino le parecía una cápsula del tiempo. Aún no habían llegado al muelle, pero ya sentía el ritmo del tambor.
Esa noche, tras instalarse, bajó con su laptop y un café al porche de la casa. Desde ahí se veían las luces del pueblo parpadeando, como luciérnagas perezosas. En el fondo, el mar cantaba su letanía interminable.
Abrió la libreta.
Dibujó una línea.
Luego otra.
Y otra más.
—¿No le alcanza con los planos del proyecto? —preguntó Ernesto al verlo.
—Algunos dibujos no se hacen para construir. Se hacen para recordar.
El otro no insistió.
Al día siguiente, comenzaron las reuniones con los líderes comunitarios. Gente sencilla, de palabras firmes y miradas sabias. Pescadores, comerciantes, una partera jubilada y una profesora de danza.
—Soy la señora Judith —dijo ella, tendiéndole la mano—. Y si ha venido buscando soluciones sin escuchar, mejor súbase al mismo avión que lo trajo.
Éloi sonrió.
—He venido a escuchar.
—Pues oiga bien —dijo la mujer—. San Cayé no se salva con concreto. Se salva con respeto.
Los días avanzaron entre croquis, discusiones técnicas, y paseos por el estero para revisar el terreno donde se levantaría la nueva infraestructura. Pero cada tarde, al caer el sol, Éloi encontraba una excusa para pasar cerca del malecón.
La buscaba sin buscarla.
No la vio.
Hasta el quinto día.
Volvía del mercado con algunos productos locales cuando la vio cruzar la calle frente al centro cultural. Iba caminando rápido, con una carpeta en la mano, el cabello recogido en un pañuelo verde y la misma determinación en la mirada.
Liana.
No vestía como en la danza. No llevaba flores. Pero era ella. Inconfundible.
Éloi no supo qué hacer.
Por primera vez, tenía la oportunidad de acercarse.
Y por primera vez, no estaba seguro de si debía hacerlo.
La siguió con la mirada mientras ella entraba al centro cultural. Unos segundos después, se escuchó el sonido de tambores.
Ensayo.
Quiso entrar.
Pero no.
No así.
No como intruso.
Volvió a su hospedaje, con las bolsas en la mano y el corazón alterado.
—¿No te gusta el Caribe? —le preguntó Judith, durante una reunión informal con los líderes.
—Me gusta más de lo que creí.
—¿Y qué viniste a buscar?
Éloi bajó la mirada.
—Redención —dijo, sin pensarlo.
—Entonces no estás aquí solo por trabajo.
—No —confesó—. Estoy aquí por ella.
—¿Ella?
—Una mujer que no conozco. Pero que no pude olvidar.
Judith lo miró con una mezcla de ternura y advertencia.
—Aquí las mujeres no son souvenirs, muchacho.
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amor a primera vista, romance, encuentro fugaz con una reina caribeña
Editado: 08.08.2025