Reina del Caribe

Capítulo 3.

Amaneció con una brisa inesperadamente fresca.

Éloi se levantó antes de que el despertador sonara. Había dormido mal. Las palabras de Judith del día anterior se le habían quedado clavadas entre el pecho y la nuca. Desayunó solo, frente a una tostada que no se terminó. Desde la ventana, el mar parecía estar en calma, pero el pueblo no.

Al llegar al centro de operaciones del proyecto, lo notó de inmediato. La puerta estaba abierta, pero dentro había más gente de lo habitual.

—¿Qué pasa? —preguntó al cruzar el umbral.

—La comunidad pidió una reunión extraordinaria —dijo Ernesto, con gesto tenso—. Y no vienen a saludar.

En efecto, las sillas estaban ocupadas por rostros que no ocultaban su disgusto. Hombres y mujeres del pueblo: pescadores, comerciantes, madres, jóvenes. En el centro, de pie, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, estaba el papá de Liana.

—¿Ustedes creen que esto es un chiste? —dijo en voz alta, apenas Éloi entró.

Silencio.

—Llevan dos semanas aquí. ¿Y qué han hecho? Prometieron un muelle nuevo, ayuda para las barcas, mejoras para el agua potable. ¿Y qué hemos visto? Planos. Y más reuniones.

Éloi respiró hondo. Quiso responder, pero no lo interrumpieron. Lo ignoraron.

—El papel aguanta todo, pero nosotros no —siguió el pescador—. Y ya estamos cansados de que nos vengan a mirar como si fuéramos paisaje. ¡No somos un fondo bonito para sus informes!

—Señor Morel… —intentó decir Éloi.

—¡No me venga con “señor Morel”! —alzó la voz—. Usted no conoce estas calles. No conoce este mar. Mi hija da clases aquí desde los 21, y gana menos que lo que usted gasta en corbatas. ¿A quién vienen a ayudar, de verdad?

Judith, que estaba sentada en una esquina, se levantó lentamente.

—Basta, Joseph —dijo con firmeza—. No vinimos a pelear.

—¿Entonces a qué vinimos, Judith? ¿A ver cómo repiten el patrón? Primero nos vendieron espejos por oro, ahora nos venden desarrollo por despojo.

Éloi se quedó callado.

Sintió que cada palabra tenía razón de ser, aunque dolieran.

Judith se giró hacia él, con una mirada más tranquila, pero igual de afilada.

—Mire, muchacho. No está mal que quiera saber de Liana. No está mal que admire su danza, o su carácter. Lo que está mal es que eso parezca ser su único propósito. Usted vino como parte de un proyecto. Y hasta ahora, no ha hecho más que dibujar en su libreta y pasear por el malecón.

—¿Qué, estás aquí por mi hija? — el rostro del señor Morel poco a poco pasó a un desagrado genuino. ­—¡Ni te atrevas! ¡No lo pienses ni por un segundo! ¡Vámonos! — El señor Morel salió del Centro Cultural hecho una furia y tras el salía Judith quién antes de salir por completo observó a Éloi con la expresión de alguien que ha cometido un error.

Las palabras se le incrustaron en la piel.

Éloi no respondió.

No podía.

Ese día no regresó al hospedaje. Caminó.

Sin dirección.

Cruzó el mercado, la plaza, el muelle. Se sentó en la sombra de un árbol cerca del estero. Observó a los niños saltar entre los botes, a los hombres reparar redes, a las mujeres cargar cestas con frutas.

Se sentía ajeno.

Y, al mismo tiempo, responsable.

Sacó su celular. Miró las notas del proyecto. Releyó correos, actualizaciones técnicas. Y nada de eso le parecía suficiente.

“Estoy fallando”, pensó. “En ambas cosas”

Recordó las clases de historia que tomó en París, cuando hablaban del colonialismo como si fuera una cosa del pasado. Recordó que incluso entonces sentía incomodidad. Porque sabía que no estaba tan lejos. Que aún persistía. Que aún dolía.

Y ahora lo veía, de frente. Y era parte de eso.

Cerró los ojos.

Por la noche, decidió regresar al centro cultural.

No como funcionario.

No como técnico.

Como persona.

Llevaba puesta una camisa sencilla, los planos del proyecto en un folder bajo el brazo, y el corazón latiéndole en la garganta.

No había mucha gente. Algunos ensayaban. Otros barrían el lugar. Liana estaba ahí.

Sola.

Sentada en el borde de una tarima, revisando papeles.

Éloi la observó desde lejos, contuvo el impulso de llamarla por su nombre. Caminó despacio. Cuando estuvo a unos pasos, ella levantó la mirada.

No sonrió.

—¿Necesita algo? —preguntó, sin rodeos.

—No. Solo quería hablar.

—¿Sobre el proyecto?

—No exactamente.

Silencio.

Ella lo miró como quien evalúa si vale la pena gastar palabras.

—Mire, señor Marchand Dubois —dijo, marcando cada sílaba de su apellido—, si viene a justificar la inacción del equipo, no pierda su tiempo.




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