Narrador omnisciente
El cielo se encapotó presagiando el principio del fin. Los jinetes del apocalipsis temblaron y hasta la misma muerte sintió miedo cuando la patrona de las bestias despertó.
Todavía su poder no era completo, apenas aparecía una parte de él y ya el viento mecía los susurros de las voces que tarareaban las letras de la caída de un grande y el despertar de un gigante.
El general lo supo apenas la vio por primera vez, y en este momento lo confirmaba. Él sabía de eso, conocía sobre el poder, podía identificar a un guerrero, y esa mujer frente a él lo era; y no cualquier guerrero, era la jodida emperatriz del caos.
Había algo en ella que le decía que sería peligrosa, que podría representar su fin, más se negaba a dañarla a pesar de haberse prometido a sí mismo acabar con ella apenas la tuviese de frente nuevamente; pero no podía, simplemente no podía.
Cuando sus tropas llegaron a la aldea atacada, supo que hacía un rato dos hombres habían capturado a una de las guerreras y sus dos lobas, no hizo falta más para saber de quién hablaban.
Arthur comenzó a actuar como loco alegando que su misión era tomar prisioneros, más no masacrar indígenas, y de inmediato se propuso ir en busca de la joven.
Egan por su parte dudó, en su mente sabía que si aquellos bárbaros acababan con la loca de los lobos, parte de sus problemas terminarían, pero en el fondo sabía que Arthur tenía razón.
Él era un militar, no un sanguinario, y aunque disfrutara asesinando enemigos e infringiendo torturas a capturados, nunca atentaba contra la vida de gente inocente, y para él, aquellas tribus lo eran.
Pensaba que solo respondían con violencia a causa de los prolongados ataques de Tristan contra su gente; claro está, él no conocía a Enya realmente y mucho menos sus planes.
El general solo sabía que habían dos mujeres actualmente en su vida que lo volvían loco aunque de diferentes maneras, ambas eran un enigma.
Una tan refinada y hermosa, otra tan salvaje y violenta;
Una tan delicada y ecuánime, otra tan mordaz y desquiciada;
Una era luz, la otra oscuridad;
Una era vida, la otra traía la muerte de estandarte;
Una lo cautivó apenas la vio, la otra lo confundió y hasta atemorizó;
A una quería cuidarla, protegerla, a la otra... ¿a la otra también?
Ni él mismo sabía la respuesta a esa pregunta.
Con una actuaba por principios, con la otra por instintos; pero en ambas encontraba una familiaridad arrolladora... los ojos... aquellos ojos turquesas que sin decir nada, decían tantas cosas. Las dos eran como el día y la noche, pero incluso el día y la noche tenían un punto de encuentro donde se fundían y hacían uno solo...
Cuando Egan vio atada, golpeada y a punto de sufrir la mayor humillación que una mujer podría vivir a manos de un cobarde tan poco hombre que sin dudas se moría por hacer aquello, algo dentro de él se encendió. Sus ojos se encontraron con los de ella y solo quiso arrancarles la piel a tiras a aquellos desgraciados. ¡Tenía que matarlos! No había dudas de eso, ni le temblaría el pulso al hacerlo.
Los hizo salir, dejó que pensaran que podían confiar en él y ahí mismo les disparó. Prefirió no hacerlo frente a la salvaje, a pesar de estar seguro de que las manos de aquella mujer habían arrebatado infinidades de vidas, se negaba a que lo viera como un monstruo. Estaba siendo un tonto, lo sabía, pero ya lo había dicho antes, con ella actuaba por instinto.
Un tiro fue directo a la frente de uno de los sujetos, lo miró a los ojos y le disparó, sin remordimientos, sin contemplaciones.
El otro intentó huir cuando el general le apuntó, y justo cuando apretó el gatillo, el hombre quiso correr a la salida y el tiro lo agarró de espaldas. No mataba a nadie por la espalda, no era su estilo, aunque en aquel momento no le importó.
Una escoria como esa no merecía los valores del general. Sintió una liberación arrolladora cuando vio esas dos vidas apagarse. Su versión más desalmada aplaudía con esos actos.
Cuando salía con la salvaje y sus lobas, y la vio finalizar aquello que él creía que había hecho; con esa sonrisa tan demente y esa actitud tan convencida, no pudo más que multiplicar el respeto que sentía por aquella mujer.
Él supo ahí que nada la detendría, nada la amedrantaría y eso lo asustaba —claro que lo hacía— pero también, y de una forma muy retorcida, lo alegraba, e incluso lo enorgullecía.
¿Suena loco?
Pues él lo estaba, no dudaba de ello, menos en ese momento en el que verla actuar así casi logra descontrolarlo, la deseó, quiso hacerla suya y no pensaba admitirlo nunca.
El general debía llevarla directo hacia donde se encontraban sus tropas y el resto de los capturados. Sabía que aquella mujer necesitaba asistencia médica, pero sentía que debía dejar que se despidiera de sus soldados caídos. Además, en el fondo conocía a Tristan , y este le pegaría un tiro en medio de la cabeza apenas la viese.
También había visto la herida de bala de la loba blanca que lo salvó hacía pocas noches, no iba a sobrevivir, lo notó cuando hizo el torniquete alrededor de su cuerpo y se dio cuenta que el disparo había sido hecho con balas envenenadas.
La piel de la zona ya se estaba ennegreciendo, y a pesar de que la hemorragia se había detenido incluso antes de su maniobra, ya la toxina con que bañaron los proyectiles había llenado el cuerpo de la loba, era cuestión de horas para que llegara a su corazón y lo detuviera.
Por eso también desvió su paso. Aquel animal le había salvado la vida y se merecía una muerte tranquila, en su hábitat.
Con lo que no contó el general fue con la sensación de angustia que lo embargó cuando el dolor de la salvaje se hizo presente al ver los muertos de su aldea. Era como si su alma estuviera conectada a la de ella, aquel dolor se sentía real en él y le recordaba episodios de su vida que prefería olvidar.