Reina Loba < Guerra de Poder I >

Capítulo 15: Verdades ocultas

Narrador omnisciente:

Una amenaza, un punto de quiebre, una señal de caos, un final escrito, una venganza llameante... 

—El juego ha comenzado... —sentenció la Reina y rugieron las bestias. 

La sangre se convirtió en escarcha y los vellos se alzaron, presagiando la promesa que el viento elevó.

El Rey temió, vaya si lo hizo, pero nunca lo admitiría. 

Él no temía, no bajaba la cabeza, en su mente el miedo era sinónimo de debilidad, y podía contar con los dedos de una mano las veces que en su vida fue débil.

Sin embargo, aquella mujer no estaba jugando, lo notó en su mirada, en su voz cuando le habló, en la determinación de sus palabras, y en la promesa que le hizo. Porque no lo amenazó, aquello no fue una amenaza, fue una catástrofe inminente, una guerra a punto de iniciar, y él estaría preparado...

El general por su parte, lo observó todo desde su posición tras los arbustos, y tuvo que abrir y cerrar los ojos muchas veces para entender lo que ante él acababa de pasar. La salvaje desapareció de un momento a otro, era como si alguno de los animales presentes la hubiese engullido.

Vio morir a una loba y otra exactamente idéntica se alzó ante él.

La nueva bestia posó sus temibles ojos turquesa —lo único diferente a Súa— en los del general, y no fue casualidad, aquel animal sabía donde él se escondía, y parecía querer hablarle con la mirada. ¿Cómo siquiera era esto posible?

La manada se perdió en la maleza llevando con ellos el cuerpo de la loba muerta, y un anonadado monarca desandó su camino junto a una muy adolorida diabla, y parte del ejército de las sombras.

La noche era oscura y las estrellas comenzaban a alinearse para dar paso a la siguiente profecía:

Una diosa despierta, el demonio en su cuerpo quema y la guerra de poder apenas comienza. Un ser oscuro se alza y otro grita desde las sombras. El destino del imperio está marcado...

Enya caminó descalza y desnuda por los áridos terrenos de la jungla seguida por su manada, y custodiada por el resto de animales que la rodeaban. Ella ahora era su diosa y con ello, el poder de la Reina Loba crecía. Sus heridas ya no dolían, de hecho ni siquiera parecía tener alguna visible.

Las horas pasaban y la madrugada se adueñaba del presente. Las tribus estaban dispersas, la mayoría de sus hombres habían muerto o sido apresados; y la Nefyte se sentía sola, en un laberinto sin salida. Pero si no podía caminar, volaría.

Llegó al asentamiento más cercano de los Layoris luego de andar gran parte de la jungla y solo pocas bocas respondieron a su llamado. Kilian había desaparecido y los ancianos y demás refugiados seguían escondidos.

Un rugido captó la atención de Enya y vio acercarse a Aslán —el león de Kilian— Acarició su melena sin temor alguno y a su mente llegaron flashes extraños que le mostraban la batalla acontecida hacía poco más de tres días.

Todo se veía más brillante, la noche y su oscuridad casi no estorbaban a la hora de definir e identificar la escena.

Vio sangre, muerte y terror. Revivió la experiencia y sintió su cuerpo arder. La panorámica era diferente, sentía que lo observaba todo desde un ángulo distinto al que acostumbraba.

Se vio a sí misma arremetiendo contra uno de los bárbaros que propiciaron el ataque, y sintió sus huesos crujir mientras el sabor metálico de la sangre invadía su boca. Un sobresalto la turbó, más esto no permitió que la visión terminara.

A su alrededor, los pocos layoris que acudieron a su presencia observaban anonadados como la Nefyte se encontraba en una especie de trance mientras sostenía la cabeza del león que nunca permitió acercarse a nadie más que a su dueño, y que ahora parecía un manso gatito bajo el tacto de aquella mujer.

Enya entonces vio a Kilian, intentaba proteger a Cristel, quien estaba siendo arrastrada por uno de los mercenarios, pero varios hombres lo rodearon y se vio inmerso en una nueva batalla. Se sintió correr tras su amiga, mas el llanto de un cachorro que logró esconder la krishna antes de ser apresada detuvo su carrera.

Más mercenarios arremetieron a su posición pero desgarró la carne y miembros de aquellos que la enfrentaban, y pronto pudo rescatar a la cachorra blanca de loba, que lloraba asustada.

Un grito de mujer alertó a Kilian, quien ya se había liberado del ataque anterior, y se vio siguiendo la vista del rubio para encontrarse con ella misma siendo apresada por los hombres que más tarde la torturarían.

Una frase del layori la impulsó a arremeter contra aquellos sucios lacayos que arrastraban a sus lobas y a ella, pero el sonido de una espada al atravesar la piel, seguida de un grito de espanto, hizo que detuviera de inmediato el paso y se girara para ver caer a Kilian con un sable que perforaba un costado de su abdomen.

La vista se le nubló por la rabia, y atrapó al hombre que había quedado desarmado. Desgarró sus intestinos con una facilidad alarmante.

Corrió hacia él, sintiendo la impotencia de no poder hacer nada ante la agonía del layori. Y al menos impidió que alguien más se le acercara mientras pasaba el tiempo y el rubio se desangraba a sus pies.

Centenares de disparos y el relinchar de los caballos se hicieron presentes de un momento a otro. Muchísimos uniformados llegaron al lugar, dando por finalizado el combate.

Apresaron a todo el que se encontraba con vida y brindaron rápida asistencia para aquellos que agonizaban.

Un hombre alto y musculado, de cabello oscuro y ojos celestes, se acercó a Kilian, y Enya reconoció al instante que aquella imagen se trataba del general Egan. 

Vestía el uniforme inmaculado y mechones rebeldes de su negro cabello le caían por la frente, deformando el estudiado peinado que llevaba, pero dándole un aspecto más atractivo y desenfadado.




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