Egan:
Los rayos del astro rey impactan con mi rostro en el último campo de entrenamiento de la fortaleza, ese que va más allá de la muralla y se comunica con el bosque.
La luz diurna me obliga a achinar los ojos y huir de ella. La jaqueca me puede, los estragos del alcohol que ingerí hace apenas unas horas junto a Tristan están presentes, y la falta de sueño tiene mi cerebro de paseo.
No obstante, aquí estoy, frente al grupo de hombres posicionados delante de las tropas reales, intentando dar la imagen del general correcto y abnegado que hoy no me creo ni yo.
La rabia en los ojos de los prisioneros —porque eso son aunque los intentemos engañar— es palpable. Sus gestos demuestran los pocos deseos que tienen de escucharme y mucho menos de obedecerme.
Bajo mis pies se encuentra un hombre encadenado y con mi mano derecha sostengo la punta de la cadena que lo mantiene inerte y calmado.
Intentó sublevarse y hubo que actuar, no estamos en posición de un enfrentamiento que suponga la pérdida de más hombres, tanto de los míos como de los suyos.
Su acto sirvió para amedrentar al grupo que estaba pensando seguir su ejemplo. Aunque el resto se están mostrando peligrosamente dóciles y mis años de experiencia me gritan que hay algo que no encaja. Nunca un prisionero rebelde y preparado para matar, se había mostrado sumiso ante lo que claramente se observa como el principio de su esclavitud. Alerté a Tristan de la seguridad de una sublevación, pero su terquedad habla por él.
Para el Rey pueden ser esclavos, dianas con un enorme punto rojo en el medio que sacrificar ante otros ejércitos y así poder invadir sus tierras y conquistarlas; para mí, en cambio, desde el momento que quedaron bajo mi mando se convirtieron en soldados, soldados que van a responder para y por su ejército. Soldados que voy a entrenar y proteger, porque soy su general al mando y su máxima autoridad en el campo de batalla.
—A partir de este momento soy su general y tienen que obedecer ante mí —bramo con voz firme, haciéndome escuchar ante todo hombre presente en la instancia —se les brindará comida, ropa, techo y seguridad; en cambio ustedes corresponderán a los entrenamientos que desde hoy les impartiré y se convertirán en los mejores soldados que Firetown haya visto nacer y crecer.
Un bufido interrumpe mi discurso y dirijo la mirada hacia el dueño de esa burla.
En la segunda fila de hombres un rostro se alza y me ve directo a los ojos con actitud amenazante. Es bastante alto, por lo que logra distinguirse fácilmente del grupo cerca de él. Tiene la piel pálida y los ojos y cabellos negros. Una cicatriz antigua define su rostro, y tiene varias perforaciones en las orejas, nariz y labios.
—¿Tiene algo que decir? —inquiero sin apartarle la mirada. —Tenga la amabilidad de compartirlo con el resto, tal vez también quieran reír, o quizás algunos prefieran acompañar a su compañero. ¿Está usted impaciente por ocupar su lugar? —menciono tensando la cadena del hombre a mis pies y este gruñe por la molestia.
—Todo suena muy valiente desde su posición, general —dice mi cargo con reticencia y escupe la tierra bajo sus pies en un gesto despectivo.
—¿Qué quiere decir con eso, soldado? —alego inquietándome y aprieto más fuerte la cadena en mis manos haciendo que mis nudillos se pongan blancos y el dolor en mis sienes empeore.
—Usted me entendió perfectamente. Para mí y el resto de mis compañeros, no es más que un militar altanero que se escuda de un ejército armado para infundir temor. Pero al final termina siendo el ratón que la serpiente se come —hace una pausa dramática mirando a los hombres a su alrededor que lo alientan a seguir —y yo soy esa serpiente —finaliza mirando mis ojos con un gesto macabro mientras tuerce la sonrisa haciendo que la cicatriz de su rostro destaque más. Uno de mis soldados intenta hacerlo callar, pero se lo impido alzando la mano libre, y rio.
—Déjame ver si lo entiendo —suelto la cadena del hombre en mis manos, quien rápidamente siente el alivio en su cuello al dejar de tensar la argolla que lo sujeta, y camino hacia el revoltoso, devolviéndole el gesto mientras hago tronar mi cuello de un lado al otro —¿me está usted llamando cobarde? —llego a su posición y lo encaro, dado que el resto de hombres han abierto un camino hasta él.
Es unos centímetros más alto que yo y su cuerpo es una mole de músculos que amenaza con engullirme, pero aún así no me dejo amedrentar.
—¿Usted qué cree, general? —pregunta ensanchando la sonrisa de sus labios, cosa que imito.
—Le propongo algo —hablo al tiempo que me saco la chaqueta del uniforme y le hago un gesto a mi capitán para que se acerque, los hombres a nuestro alrededor retroceden —usted va a tener el honor de comprobar si sus palabras son ciertas —le entrego la chaqueta al militar a mi derecha, junto con mi arma reglamentaria y el sable en mi cintura —Vénzame en una pelea cuerpo a cuerpo, usted y yo solos; y los libero a todos.
—General —susurra preocupado el capitán a mi lado.
—A todos —repito para él y para el hombre frente a mí —él se carcajea sintiéndose ya victorioso, y mira al resto de capturados cerca suyo, incrementando la burla —si por el contrario, usted queda rendido ante mí, desde ese momento tiene que acatarse a mis órdenes sin rechistar. Y eso va para todos —alzo la voz para que las decenas de salvajes me escuchen fuerte y claro —¿Tenemos un trato?