Enya
De pie junto a cuatro pequeños montículos de tierra con cuatro símbolos que identifican a quien pertenecen —uno en cada uno— me permito desarmar las murallas de mi oscuro interior por unos segundos, y desahogarme frente a tres tumbas vacías y una cuarta que refugia los restos de mi Súa.
La primera tiene un lobo, y en ella rindo honor a mi padre.
La segunda luce una pequeña llama, recordándome la pasión de mamá por estar rodeada de luz, y por esa razón, donde ella estuviese, siempre habían velas encendidas, candelabros alumbrando o fogatas destellando.
La tercera deja a la vista una luna llena, igual al tatuaje que Apa lucía con orgullo en su brazo izquierdo, y el que lo representaba como el único e inigualable líder de los krishnas.
Y por último, observo la lápida con las huellas de las dos patas delanteras de Tana, y bajo estas, las dos patitas frontales de la pequeña Súa, a quien bauticé como a mi fiel compañera.
La loba gris se posiciona a mi lado con su inquieta hermana sobre su lomo, observando la tumba de su madre, de mi primogénita, mi amiga y leal guerrera; y soy capaz de sentir el dolor que al partir les dejó, porque yo igual lo vivo.
Mis pilares ya no viven; pero la providencia ha dado lágrimas al hombre para lavar con ellas sus vacíos, sus pecados, sus manchas, su dolor; y lágrimas ardientes y fervorosas humedecieron el sepulcro de la que me dio el ser; de quien fue mi guía; de quien me rescató de la muerte y de mi misma; y de quien siempre me acompañó.
Limpio mi rostro con el dorso de mis manos y vuelvo a levantar esas murallas que me obligan a seguir de pie, a seguir erguida, y a no claudicar.
Me alejo a paso lento y veo cómo Aslán me sigue junto a Tana, la pequeña Súa y el indómito Ishán.
El fiero león no se ha apartado un segundo de mí desde nuestro reencuentro, demostrando su fidelidad a la patrona de las bestias, pero más aún, a su añorado compañero; cumpliendo de esta forma la orden que Kilian le dio la noche del ataque.
Sobre mi cabeza vuela alto Hunter, el águila de Kaia; y a mis pies se arrastra veloz, Raksha, la anaconda aún pequeña de Sigmund, animal que al igual que su dueño, necesita ser adoctrinada.
Las tribus del bosque siguen dispersas. He hablado con algunos de los refugiados, pero dada su vulnerabilidad, prefiero mantenerlos en sus escondites subterráneos, o lejos en las montañas.
Ya no se puede hablar de Krishnas, Layoris, Eligtus o Repcapis; ahora todos somos uno en un presente donde en realidad, no tengo a ninguno.
Me he quedado sola en la jungla y sé que me vigilan. De nada sirve ya que me camufle, que intente ocultarme tras pinturas corporales o el tinte que le brinda el jugo de diferentes plantas y preparados a mi cabello.
Ya me han visto, conocen mi rostro pero no mi identidad y eso es algo que sigo teniendo a mi favor. Aún así, es hora de dejar el bosque. Es hora de volver a ser Isabel.
La luna acaricia el cielo en una noche estrellada y mi cuerpo arde por liberar esa parte de mi naturaleza que se mantuvo dormida tantos años.
Ya se ha vuelto una necesidad para mí sentir el viento golpear mi rostro mientras corro por los parajes intrínsecos de la jungla a una velocidad sobrenatural, y la fuerza de mi nueva yo se hace presente.
Observo a Tana frente a mí que me devuelve la mirada expectante, e inhalo fuerte mientras cierro los ojos unos segundos dando paso a la transformación.
Ragxur Rianar <Reina Loba>, susurro para mí al tiempo que mis sentidos comienzan a intensificarse y el calor que emana de mi pecho se vuelve sofocante. Veo largas garras adornar mis extremidades mientras caigo al suelo en cuatro patas y un pelaje níveo comienza a cubrir mi cuerpo por completo.
Un aullido poderoso se escapa de mi garganta cuando me observo a orillas del río Luna de Plata y sus aguas me muestran a una Súa de ojos turquesa.
Refugio a mis dos pequeños guerreros junto al resto de la manada, —ahora liderados por Tana— en la cueva que los alberga, y parto al pueblo al lado de Aslán, quien me sigue a paso apresurado.
Visualizo desde las sombras a los hombres de la armada patrullar cada rincón de la ciudad y sus alrededores; y reconozco entre ellos a algunos de mis krishnas, quienes ya se encontraban en el ejército desde antes del ataque y gracias a ellos las bajas no fueron mayores ya que corrieron a auxiliar rápidamente a sus hermanos.
Capto la atención de uno que se sobresalta al verme pero se recompone rápido y hace una pequeña reverencia ante mí en señal de respeto mientras me guía por unos callejones a oscuras, lejos de la mirada del resto.
Aslán se mantiene al margen del pueblo, montando guardia en el límite que divide la ciudad de la jungla.
Ni tan cerca para asustar; ni tan lejos para dejar de cuidarme.
El lugar apesta y las ratas corren de un lado a otro. La basura se acumula en las esquinas y las moscas reinan en el aire.
Vuelvo a mi forma humana ante la vista impresionada del soldado bajo mis órdenes. Él me brinda la chaqueta de su uniforme para cubrirme de la desnudez y el frío de la noche, prenda que acepto gustosa.
—Nefyte —habla —aún no me adapto a verla de esta forma.
—¿Está todo listo? —pregunto ignorando su comentario anterior, pues carecemos de tiempo antes que el alba asome.
—Así es, mi señora —afirma —el anciano de la posada tiene serios problemas de visión. Difícilmente distingue formas, y su hijo, quien suele hacerse cargo del negocio, se encuentra fuera de la ciudad en este momento. La registramos con un nombre falso dado que son órdenes del rey avisar inmediatamente a la casa real si alguien escucha hablar de la marquesa Isabel Bridgeth.
—Perfecto, nadie puede saber que volví, al menos no por ahora. ¿Tienes las llaves de la habitación?