Reina Loba < Guerra de Poder I >

Capítulo 22: Manipulable

Tristan

El olor de la sala de torturas me llena de adrenalina. Los gritos, la sangre, las diferentes maquinarias que desatan mi creatividad y que he ido perfeccionando a lo largo de los años... todo eso y más, hacen que este sitio sea mi lugar favorito del palacio... este, y la cama de mi habitación, por supuesto.

Pero como mi cabeza es un hervidero de pensamientos contradictorios, hay días de lucidez en los que no me provoca pisar este lugar, beneficiosamente esos días cada vez escasean más. Como siempre digo: cuando vendes tu alma al diablo, la lucidez es una tortura...

A mi derecha se desangra un granjero a quien mis guardias apresaron como sospechoso de los crímenes que están viviendo muchos habitantes de mi nación.

La mayoría del tiempo me importan bien poco esos sacos de carne y hueso, pero cuando la mentada lucidez se apodera de mí, recuerdo que un rey no puede gobernar un país desierto; así que cuando no me queda de otra, muestro algo de interés por estos insulsos pueblerinos.

—¿Te niegas a ser sincero con tu rey? —dialogo con el pobre desdichado que me devuelve la mirada casi sin fuerzas para levantar la cabeza —peor aún, te niegas a ser sincero con el hombre que tiene tu vida en sus manos y puede hacer con ella lo que le plazca.

Hablo tranquilo, sereno, calmado. Cruzo mi pierna izquierda por encima de la otra, recostado en el mullido asiento donde me encuentro, desde donde observo su mirada de pánico y el enorme esfuerzo que hace antes de responderme.

—Majestad —respira con dificultad y las cadenas de la pared resuenan cuando mueve las manos que lo mantienen sujeto al lugar —Ya le dije todo lo que sé, se lo prometo.

—No creo en promesas baratas de campesinos mediocres —bramo y me pongo de pie, jugando con la cuchilla afilada que llevo en la mano —¿esperas que me crea el cuento de la estatua que llora sangre, los magos oscuros y la sombra con mi voz? —camino hasta situarme frente a él y ponerle la punta afilada de la cuchilla en la garganta.

—Le digo la verdad, mi señor —tose y los ojos vuelven a llenársele de lágrimas cuando intenta alejar la cabeza pero el grillete que tiene en el cuello le dificulta la respiración. Sonrío —Mi esposa es... era una aprendiz de nigromante. Durante semanas decía que usted le hablaba en sueños y le pedía sacrificios, pero solo le creí cuando yo comencé a tener los mismos sueños.

—¿En serio me supones tan estúpido cómo para creerme eso?

—No, señor. Jamás podría pensar eso de usted. Pero los Doomers...

—¿Los Doomers? —lo interrumpo

—Los magos oscuros que practican la nigromancia. Su nuevo líder dice que el despertar del dios de las sombras está cerca, y que con su llegada, usted será incluso más poderoso de lo que hoy es.

Ruedo los ojos y bajo la cuchilla, marcando la piel desnuda de su torso. Él grita y yo disfruto de ello.

No voy a permitir que ninguna secta use mi imagen para implantar el caos y asesinar a la gente de mi pueblo.

—Yo no tengo dobles —musito mientras continúo abriéndole la piel, dibujando aquello que quiero que le quede marcado para siempre —Solo hay un Tristan Ignus I, y él no necesita pedir sacrificios, porque ya tiene todo lo que quiere —se retuerce y mis hombres lo aguantan para que yo termine con mi objetivo —y si quiero matar a alguien, disfruto muchísimo haciéndolo yo mismo, no permito que otro me robe el placer de ver el miedo en los ojos de mi víctima justo antes de robarle la vida.

Termino y admiro las dos iniciales que sangran en su pecho: T.I, como recordatorio de quién es su señor, y quién es el único que puede darle órdenes. Soy real y corpóreo; ningún loco que crea ver una ilusión absurda de mí va a perturbar la paz que solo yo puedo quebrantar.

—Recojan a este saco de estiércol y llévenlo a las mazmorras, mañana será el juicio —hablo a mis guardias y ellos obedecen soltando las cadenas que hacen caer al suelo al hombre sangrante y sin fuerzas que evita mirarme a los ojos —prívenlo de agua y comida hasta entonces.

Salgo de la sala de tortura, encontrándome con la fila de mis guardias quienes custodian la entrada y bajan la cabeza mientras cruzo el pasillo. Todos muestran esta señal de respeto y sumisión hacia su monarca como bien se les ha enseñado, todos menos una.

Kaia Abey está de pie al final del pasillo, se niega a usar el uniforme de mi guardia privada y alza el mentón con irreverencia a medida que me acerco a ella.

La pequeña ave en serio tiene deseos de morir en la plaza junto al resto de sentenciados.

—Capitana —murmuro cuando llego a su posición y admiro su figura con descaro. Lo hago más para molestarla que por el propio deseo que me despierta su anatomía.

—Majestad —imita mi voz firme y se pone a un lado para que pueda salir del lugar y deje de posar mi mirada sobre ella.

Sonrío por su mueca de incomodidad y disfruto ver cómo pierde otro asalto en el pulso de poder que ha entablado contra mí.

Sería muy sencillo quitármela de encima para que su actitud no confunda a otros que piensan que voy a admitirles el mismo irrespeto que a ella, pero me divierte tanto que pienso jugar con la pequeña ave una temporada más antes de desecharla.

Cruzo el patio interno de la planta baja y salgo al costado del jardín trasero que una vez disfrutó mi madre.

A veces la extraño, a ella y a padre; pero después recuerdo cómo me mintieron desde pequeño, cómo prefirieron a Enya antes que a mí, cómo me enviaron lejos como si yo hubiese sido ese juguete del que te cansas y tiras, cómo pretendían cederle el trono a mi hermana y dejarme en la calle mendigando para vivir. Eso y tantas cosas más me hacen arrancar ese sentimiento de culpa que en ocasiones se instala en mi pecho, y vuelvo a odiarlos con más intensidad de la que ya lo hacía cuando vivían.




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