Reina Loba < Guerra de Poder I >

Capítulo 25: Destino escrito

Narrador omnisciente:

El rey de Firetown sacudió la cabeza sorprendido. Aquel hombre que se podía ver a su lado lucía similar a su difunto padre, pero tenía un aire mucho más sórdido y retorcido.

Ahí donde el antiguo rey lobo era todo bondad y clemencia; este era perversidad y malicia.

Los ojos le serpenteaban expectantes y su iris se oscurecía con cada sonrisa siniestra que mostraba al ver la estupefacción del soberano Ignus.

El parecido entre ambos era verdaderamente singular, pero dado que Tristan siempre fue el reflejo más fiel de su padre, no era de sorprender que de mayor se le pareciera tanto.

—¿Eres mi versión malvada? —preguntó el soberano aún anonadado por lo que ocurría.

El hombre sonrío con misterio sin dejar de mirarlo y seguro de sus palabras estableció:

—Tú ya eres tu propia versión malvada, pequeño demonio.

Y era cierto, no había mucho de bueno en el interior de Tristan Ignus. Aquel niño inocente que una vez fue se dejó corromper por el círculo más profundo de las sombras. Hoy se alzaba como un rey inclemente y sanguinario, con sed de poder, deseos perversos y lujuria desmedida

—¿Quién eres? —quiso saber entonces

La sonrisa siniestra del extraño ser jamás se borró de sus labios, pero no respondió a la pregunta de Tristan, sino que minutos después... desapareció.

El atónito rey se cuestionaba una vez más su cordura, y ya estaba harto de tantas preguntas sin respuestas. Pero lo que más le preocupaba en este momento era su hermana. ¿Bajo que rostro se encontraba? ¿Qué esperaba para atacarlo? ¿Por qué no apareció antes? ¿Por qué él asegura que ella vive?

Recordó la última parte de su conversación con el hombre de las sombras la noche anterior, y ordenó al paje que el cochero cambiara el rumbo del carruaje hasta la mansión del duque.

No podía esperar a lo que sea que hiciera que Egan reconociera a Enya. A esas alturas el general podría estar ya muerto, y él necesitaba saber qué tan cerca suyo respiraba su hermana.

Al llegar aquí sus hombres lo escoltaron hasta la entrada del imponente edificio, y un grupo de sirvientes le rindieron pleitesía al soberano mientras el duque llegaba a su encuentro sintiéndose confundido a la par que honrado.

—Majestad —reverenció su postura ante este el padre del general —que sorpresa. Casi acabo de llegar de la plaza. Unos minutos antes y nos encontramos en el camino —habló mientras invitaba al soberano para caminar junto a él hacia su despacho —Déjeme decirle que el espectáculo con los sancionados fue sublime.

—No estoy aquí para parlotear —zanjó el rey al tiempo que le entregaba su capa y guantes al mayordomo encargado de recibirlos.

—Dígame usted para qué soy bueno, alteza —propuso entonces el exgeneral.

—Quiero saber quién es ella —habló de golpe y Eros no fue capaz de entender qué quería decir su soberano.

—Disculpe, majestad, no lo sigo.

—Él me habló sobre la amiga tuya que podría desvelar la ubicación de mi hermana si tu hijo no lo logra.

El mayor de los Clifford palideció ante las palabras de Tristan. Pudo captar enseguida de quién hablaba y se frotó las manos nervioso ante la atenta mirada de su rey.

—No logro entender a qué se refiere, majestad. Su hermana está muerta.

—Al parecer no, y según tus gestos sabes muy bien de lo que hablo. Te lo estoy pidiendo por las buenas, Eros, no me hagas ponerme violento.

El hombre tragó con dificultad y jugó con sus dedos antes de responder. El rey comenzaba a desesperarse y Eros lo notó, así que cedió finalmente y pidió a Tristan que lo acompañara mientras se adentraban en la mansión.

Bajaron juntos a la planta subterránea de aquel palacete, y continuaron descendiendo alumbrados por antorchas al antiguo refugio de la casa ducal.

El duque se tomó su tiempo abriendo grandes puertas de hierro, y cerraduras ya algo oxidadas.

El rey estaba a punto de perder la paciencia cuando una última cerradura fue abierta... y ahí estaba ella...

No había envejecido ni un solo día. Sin embargo se veía harapienta y en extremo sucia.

El pelo brillante que alguna vez adornó su cabeza hoy estaba opaco, grasiento, lleno de tierra y polvo, y se le pegaba a la piel de forma asquerosa.

Sus ojos ya no centelleaban como antes, ahora se veían oscuros y sombríos. Albergaban la tristeza profunda de casi una década de cautiverio.

Su olor era nauseabundo. Ya no quedaba nada de la mujer que un día fue.

Habían manchas oscuras en el suelo que se mesclaban con la mugre del lugar, pero a juzgar por las mismas manchas de la desgastada y descolorida tela gris que usaba a modo de vestido, era su sangre la que se divisaba ahí; unida a la de las ratas muertas y desmembradas cerca suyo, como muestra de la comida que la alimentaba casi a diario.

Un grillete la sostiene al suelo y unas extrañas runas en cada esquina de la habitación son las que la vuelven débil.

La celda estaba oscura, la luz proveniente del exterior hizo que la prisionera se encogiera en un rincón temblando y negando mientras susurraba algo ininteligible para los dos hombres que admiraban la decadente escena.

Pero aún así el rey la reconoció, aunque nunca pensó volverla a ver algún día, y menos reducida a esa piltrafa.

Ella poco a poco fue alzando la vista a las dos figuras que el fuego de las antorchas dejaba ver.

Reconoció de inmediato al hombre con la corona de oro, y su piel se erizó.

Si Tristan se encontraba ahí significaba que ya sabía que Enya estaba viva. Y si esto había ocurrido era porque al menos una de sus dos naturalezas estaba despertando, y el demonio de las sombras lo había sentido.

Pensó en todos los que quedarían envueltos en la guerra que se avecinaba y temió. En serio temió, mucho más de lo que lo había hecho siendo la prisionera del ser que la contemplaba burlón.




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