Reina Loba < Guerra de Poder I >

Capítulo 26: Corazón de hielo, corazón derretido.

La harapienta y sucia mujer quien una vez fue uno de los seres más hermosos que existieron en el mundo, estaba siendo llevada a trompicones hacia el palacio del rey Tristan para ser interrogada de la forma que al malvado monarca le gustaba.

El exgeneral se encontraba descontento y reacio hacia la decisión de su soberano a sacarla de la prisión donde él la mantenía, a riesgo de ser descubierta por ojos no destinados a verla, cuyas lenguas pudieran poner en riesgo toda su credibilidad y planes.

Pero las órdenes de Tristan Ignus se respetan; por lo que cuando el rey habla, los plebeyos hacen silencio y obedecen sin rechistar.

La sala de torturas estaba siendo preparada para recibir a su nueva huésped, y solo era cuestión de tiempo para que dijera cómo hallar a Enya Ignus.

Lo acordado eran no matarla, pero nadie dijo que no pudiesen divertirse con ella.

La figura de Balior Ignus apareció en la sala, enmudeciendo a los guardias y retirando el color del rostro de Eros Clifford. Era una aparición espectral demoniaca, y los soldados en voz baja comenzaron a rezar a aquellos dioses que veneraban, sin ser consientes de que se encontraban ante uno de ellos.

—Señor... —se reverenció al instante el ex general intuyendo a quién pertenecía esa figura oscura pero que permitía definirse perfectamente gracias a la nitidez que poco a poco alcanzaba.

El duque entonces miró a su soberano y sus ojos expresaron el estupor que le supuso el verlos uno junto al otro. Hacía tiempo conocía del parentesco entre ambos, pero comprobarlo finalmente resultó ser toda una sorpresa.

Al parecer los únicos que no sabían con exactitud del vínculo que los unía a las sombras eran los hermanos Ignus; sin contar al general, quien desconocía incluso más de todo ese mundo del que él también formaba parte.

Cuatro runas antiguas fueron colocadas en cada esquina de la sala de torturas. Cuatro figuras que debilitaban a la cerinie e impedían cualquier intento por localizarla. Eran las mismas cuatro piedras talladas que habían sido sus compañeras durante años junto a las ratas; donde fuera que Eros Clifford iba, ahí iban ella, las runas, y eventualmente llegaban los roedores.

—¡Cuánto tiempo... Calipso! —exclamó el espectro y dobló su figura hacia adelante para acercarse a la mujer que estaba siendo atada a la gran cruz de madera.

—Balior... —dijo ella como si exhalara. No podía creer que ese demonio fuese ya casi corpóreo. Miró a Tristan y con voz resignada le preguntó: —¿Qué has hecho?

El dios de la muerte se carcajeó de aquella forma tan suya que hizo a los presentes sobrecogerse por la impresión, y con una mirada le indicó al duque lo que debía hacer.

Eros tomó una daga y comenzó a cortar las viejas y sucias vestimentas de Calipso, no importándole si con el ímpetu que le atribuía a la acción arañaba la carne de la cerinie con el filo del arma. Aquello volvía más atractiva la escena.

La figura desnuda de la mujer perturbó a los presentes. Estaba delgada, demasiado, los hematomas en su piel adquirían más protuberancia al ser expuestos en su grisácea tez, casi como la de un cadáver. Los pómulo prominentes de su rostro junto con aquellas nubes oscuras bajo sus ojos, la falta de color en sus mejillas y la piel reseca y con escaras, la hacían parecer como si llevase tiempo muerta.

Tristan bajó la mirada imitando algo cercano al respeto. Tal vez fue por asco, tal vez por la relación que una vez hubo entre ambos, quizás por decoro, o simplemente fue un acto reflejo provocado por la imagen sucia, huesuda y escoriada de ella. El caso es que la acción no pasó desapercibida para Balior, quien se acercó al monarca alzando una ceja.

—¿Qué ocurre? —inquirió con desconfianza

Su "pequeño monstruo" no supo qué responder, intentó disimular pero de nada sirvió ante aquel ser de ultratumba que había observado dudar por primera vez a lo que él definía como "su mayor creación"

—Majestad —vociferó entonces —¿le gustaría hacer los honores?

El rey despertó de lo que sea que lo hubiese hecho dudar, y su respuesta fue tomar la daga que el exgeneral le ofrecía y caminar hacia la figura femenina que lo observaba impaciente.

Lo hizo lento, pero no por el suspense que acostumbraba aportarle a ese tipo de situaciones. Sus soldados eran simples espectadores ubicados al fondo de la habitación, incluida Kaia, a quien el rey le dedicó una última mirada antes de acortar el espacio que lo separaba de Calipso.

La eligtus no se quitaba la imagen de los ojos de aquella mujer cuando llegó al palacio. La vio y fue como si esa mirada ya la conociera de antes, solo que con las capas de sangre, sudor y polvo que cubrían a su dueña jamás podría asegurarlo. Pero la sonrisa que dibujó al verla fue otra cosa, esa sonrisa quiso decir tanto con tan poco que Kaia pasó por el asombro, la duda, el temor y la expectación en menos de un segundo.

La cerinie sabía que aquella eligtus era especial, pudo sentirlo apenas la vio, y entonces comprobó que el tiempo avanzaba lento, inclemente, y maravillosamente certero; poniendo cada cosa justo en el lugar que debía estar y cuando debía ser. Ni antes, ni después.

El mayor de los hermanos Ignus bajó la mirada para encontrarse con esos ojos que ya casi no recordaba. Ella igual lo contempló sin apartar la vista. Había crecido y dejado atrás al niño que un día fue, pero sabía que algo suyo debía quedar en el fondo de ese ser que no le apartaba la mirada. Nadie podía ser tan malo realmente; y lo mantuvo a pesar del dolor punzante que la puñalada en las costillas le suponía.

El rey sacó el puñal y la barra de metal hirviendo que Eros pegó a la reciente herida hizo que la sangre dejara de correr por su cuerpo. Sus gritos fueron inmediatos.

—¿Dónde está mi hermana? —preguntó Tristan aún sin desviar la mirada de ella, incluso casi sin pestañear.

—En el fondo no quieres saberlo, admítelo —dijo la mujer como pudo.




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