Narrador omnisciente
La luz matutina se cuela por la entrada de la cueva y Enya abre los ojos sintiendo algo nuevo y extraño en su interior.
Mira al general que duerme plácidamente a su lado y permanece unos segundos admirando toda su anatomía desnuda. Es hermoso a sus ojos, y lo que pasó la noche anterior lo fue aún más.
Nunca en su vida se había sentido atraída por alguien. En las tribus habían hombres increíblemente guapos, Kilian, por ejemplo, era uno que traía al resto de las chicas babeando por él. Pero su deseo de venganza siempre fue mayor que todo sentimiento medianamente humano que quisiera permitirse sentir, entre ellos el de darse la oportunidad de fijarse en alguien y que eso de alguna forma pudiese poner en riesgo sus planes.
Luego llegó Egan y rompió cada uno de sus esquemas. La atracción fue inmediata, la sensación electrizante por su cuerpo cada vez que lo veía la delataba. Los latidos acelerados de su corazón, las manos sudorosas cuando lo tenía cerca, los deseos de besarlo todo el tiempo, y la necesidad imperiosa de yacer con él habían despertado a una Enya que ella no conocía.
Pero junto con esto llegó lo que se temía. El general estaba poniendo en jaque sus planes y eso era algo que no podía permitirse ni siquiera a ella misma. Sus deseos de venganza sumados a la responsabilidad que el destino le había impuesto, hacían imposible cualquier tipo de relación entre ellos.
Además, él odiaba las mentiras, así que cuando descubriera que Enya le había estado mintiendo desde el principio, seguramente la odiaría a ella también.
Lo de anoche, en la mente de la Nefyte, había sido la calma que antecede la tormenta. La despedida entre la salvaje y el general. Porque sabía que tenía que continuar con sus planes, tenía que traer nuevamente a la marquesa, y con ella volver a cubrir su corazón de hielo, porque era de la única forma que iba a poder estar cerca de Egan y no sucumbir nuevamente a lo que se obligaba a no sentir por él.
Se levantó de donde estaba acostada, cuidando de no despertar al general que continuaba sumido en un sueño profundo, y se puso las prendas que él le había quitado. El fuego recientemente se había apagado y lo encendió de nuevo para que el poco calor de la cueva no acabara perdiéndose.
Egan giró su cuerpo a un costado mientras ella lo observaba atizando las brazas, y ahí estaba, en el centro de la zona derecha de sus costillas, la marca de una pequeña llama blanquecina.
Cualquiera pensaría que era un lunar de nacimiento, ella tocó su muñeca sabiendo que no lo era. Era la materialización de ese vínculo entre ambos que solo se rompería cuando uno de los dos dejase de existir completamente.
Volvió a mirar el rostro del general y sonrió de forma tierna cuando vio aquel mechón de cabello que caía por su frente e inconscientemente se apartaba con el dorso de la mano de forma tosca haciendo una mueca bastante graciosa con los labios, sin abrir los ojos.
¿Se puede ir a la luna sin despegar los pies del suelo? Se cuestionó entonces la Nefyte.
Si le hubiesen hecho esa pregunta justo ayer, sin dudas hubiese dicho que no. Ella era experta en bajar a las sombras y pasar largas temporadas ahí. Pero lo que sí no había pasado jamás, es que alguien le hiciera subir al cielo, bailar con las estrellas y hablarle a la luna; y eso, justamente eso fue lo que había hecho el general hacía unas horas. Le mostró que la noche también es bella, y que la luna no solo sirve para hacer aullar a sus lobos.
Es una sensación a la que pretendía aferrarse mientras pudiera, y atesorarla con el alma, porque sabía que en su vida esos pasajes eran efímeros.
Juraba que el titiritero de su existencia debía haber cerrado los ojos por un rato para que ella tuviera estos instantes de paz; pero bien decían que la paz era la antesala del caos...
Salió de la cueva y recibió con gusto los copos de nieve que caían sobre su cabeza. La montaña había amanecido cubierta por una pequeña capa blanca que le daba la bienvenida oficial al invierno.
Anduvo hacia el manzano que había cerca, tomó unas cuantas de sus frutas rojas y las llevó de vuelta a la cueva.
Sintió un aullido inconfundible para ella, y otros dos que la llenaron de ternura. Estaba segura que se trataba de Tana, junto con la ya no tan pequeña Súa y el indómito Ishán. Avisaban que era hora de partir y ella estaba de acuerdo.
Hoy tenía pensado hacer que Egan volviera al palacio, ya llevaba una semana fuera y sabía que lo estaban buscando. Sus hombres a esas alturas ya se habían movido por el pueblo sin la estricta supervisión del general sobre ellos, cosa que la favorecía; e intentar protegerlo del cuarto ritual no iba a impedir su realización, así que no tenía sentido seguir con aquella búsqueda absurda.
Al final, si había algo de lo que estaba segura, era de que el último sacrificio no se llevaría a cabo para que el engendro de las sombras volviera a pisar su mundo. Antes estaba dispuesta a dejarse morir, pero juraba llevarse a Tristan con ella.
—Buenos días —dijo esa voz adormilada cuando la sintió entrando a la cueva. La miró con una sonrisa genuina en los labios que la hizo a ella dejar escapar otra.
El general la vio, y a sus ojos lucía más hermosa que nunca. Se veía fresca, descansada, alegre. Así como él igual se sentía.
—Hola —susurró ella a modo de saludo y colocó un mechón de cabello detrás de su oreja.
—¿Dormiste bien? —quiso saber el general y debía admitir que hacía muchísimo tiempo no hacía esa pregunta.
Ella movió la cabeza en un gesto afirmativo y le entregó las manzanas que él aceptó gustoso.
—Ven aquí —invitó Egan y la Nefyte algo tímida tomó la mano que él le había extendido.
Se sentó frente a él, de espaldas a la entrada de la cueva, y se dejó arropar mientras el general le besaba la frente.
—Debemos irnos —susurró ella cuando el beso bajó a la punta de su nariz y murió en sus labios.