Siento como el pecho se me oprime cada vez más, y como el corazón me duele como si sangrara por dentro. Rememoro en bucle todos los momentos en los que me reí con él, en los que lloré con él; todas las bromas que le gastábamos a Red, y luego a todos los chicos en general.
Y llevándolo sobre Tuoruk, aquí atado, muerto, todo esto me duele más.
Lo llevamos al Valle de Thruin, donde se encuentran los Ríos. Esos ríos de los que una vez me habló Aurish.
Aurish… Mi amada Aurish. Mi chica. Mi vida. Mi amor. Y que pese a todo eso, ahora no soy capaz de mirar a la cara. Me siento mal por culparla de algo que sé que no es culpa suya, pero supongo que eso ya es parte de la personalidad humana. Culpar a quien sea cuando estás lleno de ira por algo. Pagarla incluso con la gente a la que más amas solo para tener algo donde expresar y soltar toda tu ira, aunque no se lo merezca.
Y me siento mal no solo con la situación, sino conmigo mismo. Me siento una mierda de persona. Porque sé perfectamente lo mucho que apreciaba Aurish a Esko, y sé perfectamente que jamás –jamás– lo habría dejado morir.
Pero no soy capaz de mirarla y no arder en mi propia maraña de sentimientos de culpabilidad y rabia.
En cuanto veo que entre las montañas de Thruin se abre una cueva enorme, sé que es ahí adonde vamos. Aurish y su familia van delante, con sus respectivas monturas. Cuando empiezan a descender, Tuoruk sigue sus pasos y hace lo propio.
Minutos después ya estamos descendiendo por la empinada entrada de la cueva, que lleva a un fondo que no conozco. A Esko lo llevamos en una madera con cuatro palos salientes para poderlo llevar entre Red, Aitor, Crías y yo. Dagan está consolando a Lanah, que ahora está llorando –a diferencia de estos últimos días, que estaba completamente en shock–. Y Jade está agarrando de la mano a su hermano, que nos sigue muy de cerca, con las mejillas húmedas.
Aurish, que sigue yendo delante, se queda sola en frente cuando su familia se aparta hasta donde estamos nosotros. Y n entiendo qué es lo que pasa hasta que unas llamaradas agresivas salen de las palmas de las manos de Aurish. De pronto se encienden un sinfín de antorchas, con un fuego que por alguna razón es de color rojo, como si fueran rubíes.
En la lejanía consigo vislumbrar que hay un fin, un punto en el que la cueva ya no tiene más camino.
No se veía casi nada, pero ahora veo algo que me está volviendo loco, y eso que ya me lo contó Aurish en su momento. Por la cuesta descendiente de la cueva pasa un río, dorado, como si fuera oro fundido muy líquido; pero lo más fascinante es que el río va hacia arriba, no sigue la fuerza de la gravedad que en teoría debería llevarlo hacia abajo.
Seguimos andando por la cueva hasta llegar a donde las antorchas ponen fin. Es una especie de placeta, grande, donde, en el centro, el río de oro se hace más ancho y se mete hacia el interior de la tierra.
Dejo de contemplar todo eso cuando el hermano de Aurish coge con un cuidado absoluto a Esko. Se lo sube al hombro y lo lleva hasta un poco antes del centro total del río. Lo mete y lo saca uno o dos minutos después.
El oro –o agua, o lo que sea– resbala por el cuerpo frío de mi amigo, y toda su ropa y pelo ahora son dorados. Aurish se pone al lado de Esko y, con los dedos, empieza a trazar marcas extrañas cogiendo agua del río. Así que a eso se refería Randa con “pintarlo”.
Mayora (si no recuerdo mal) vuelve a colocar a Esko sobre la tabla y, en cuanto Randa nos dice que volvamos afuera, empezamos a caminar.
Tardamos lo mismo que antes, solo que ahora todo me pesa incluso más, y no hablo del peso de la tabla.
Mi chica sigue encabezando el grupo, pero se detiene cuando llegamos a una pradera, justo a los pies de la gran cueva, que está un poco elevada. En cuanto se gira, veo como las lágrimas le surcan la cara, y el dolor le endurece los rasgos.
Alarga los brazos en mi dirección, como pidiéndonos que o traigamos, así que eso hacemos. Lo dejamos en el suelo, a sus pies. Me sorprendo cuando veo que Randa, por detrás de Aurish, se pone a tocar la tierra y, de pronto, el suelo empieza a romperse en una forma rectangular, se hace una especie de… tumba.
Aurish coge a Esko y lo pone con cuidado sobre el hueco, que no es muy hondo. Pero en cuanto lo coloca, la tierra empieza a tragárselo poco a poco. Antes de que desaparezca por completo, Aurish prende fuego a Esko. Se supone que los queman para que luego sus almas sea lo que va realmente con los dioses.
Así que me alegro. Me alegro de que lo quemen antes de enterrarlo.
Volvemos a la casa en total silencio, sin que nadie diga una sola palabra. Ni tan solo los Galeyra. Nadie.
En cuanto llegamos a la casa, los sirvientes también mantienen un silencio sepulcral. Nos sirven callados y se van casi sin respirar.
No vemos a los Galeyra más en todo el día. Solo a Aurish, que se va sin decirnos a dónde, desnuda, y con el cuerpo lleno de escrituras extrañas.
No vuelve hasta que el Sol ya ha caído y las estrellas dominan el firmamento.