Eylen corrió tan rápido como sus piernas se lo permitían.
El Bosque Viejo era una extensión de leguas y más leguas de masa arbórea, solapada de robustos robles que se elevaban hacia un cielo que paulatinamente oscurecía.
Eylen avanzaba sin rumbo, con el murmullo del viento helado y sibilante golpeándole el rostro moreno, mientras los troncos rugosos del bosque retrocedían a una velocidad que a la mujer no le parecía suficiente. No quería detenerse, por más que los copiosos ventisqueros le ciñeran el paso y la hicieran tropezar más de una vez. A lo lejos se escuchaban voces eufóricas, como voces de un sueño profundo, pero Eylen las podía percibir claras, como si las estuviesen gritando junto a su oído, y eran entonces cuando un fuego recorría sus piernas en un intento de aligerar el paso.
El cuerpo entero le palpitaba con punzadas abrasadoras. Tenía miedo; le quedaba poca luz y, aunque la oscuridad le proporcionaría más seguridad contra los soldados de la guardia de Roranh, no la defendería de las manadas de lobos que habitaban el bosque. Debía llegar al otro lado si quería recuperar a su hija, y su vida… y lo intentaría hasta que la muerte se abalanzara sobre ella, impetuosa.
Siguió corriendo, y a cada paso se dejaba engullir más por el amasijo de robles que parecían lanzarse sobre ella como sombras afiladas, hambrientas. Las voces quedaron atrás, muy atrás, como devoradas por el filo gélido del viento. Eylen no se detuvo, quería seguir corriendo. Tenía esa sensación cruda de que todo de lo que una vez estuvo rodeada había desaparecido: su padre, su hija, sus esperanzas… Se sentía corriendo hacia el final de su vida, dejándose llevar por una tormenta caótica que reunía todas sus emociones más oscuras y tenebrosas. Necesitaba reparar su vida, necesitaba pedir perdón a su padre, necesitaba recuperar a lo único milagroso que había florecido de su ruin matrimonio: su hija Runa. Pero estaba lejos de eso, estaba ahí, sola, hambrienta y dolida. Perseguida por la muerte.
Por fin, tuvo el infinito ocaso sobre ella, lo que le provocó un horrible nudo en el estómago. El sonido del bosque era amortiguado por el rugir de la sangre en sus oídos, sus jadeos fríos, su corazón acelerado y violento. El cuerpo comenzó a flaquearle y, después de un momento se dejó caer, frágil, como derribada por la más suave brisa. Cayó tumbada sobre la nieve, que la recibió con un abrazo glacial y punzante. Los bombardeos de su corazón le atronaban el pecho y los oídos; no fue capaz de mover un solo musculo, y sintió que toda ella fue una masa incorpórea, flotando hacia una boca oscura que amenazaba con arrebatar sus sentidos. Quiso dejarse llevar, y fue entonces cuando una lluvia de recuerdos se abrió paso en su mente, y la arrastraron lejos, hacia el pasado…
»Sthoran la había enamorado con sus palabras melosas y su sonrisa encantadora. Su familia era dueña de la granja más prospera en Wunjhar, y era cuestión de tiempo para que él heredara todo aquello. Eylen era una aldeana más, sin más compañía que la de su padre; las palabras de Sthoran la hicieron ensimismarse como una idiota, hasta el punto de tomar una decisión tan precipitada como contraer nupcias con el granjero. Eylen puso todo en juego, sin saber que su padre quedaría perdido en la apuesta. Había algo en Sthoran que a su viejo padre no terminaba de convencerle, pero le fue imposible disuadir a Eylen de cometer aquella locura. Le advirtió que Sthoran, por más figurín y encantador que pareciera, no era un hombre de fiar, y que si alguna vez le hacia una mala jugada, la traicionaba o la abandonaba – como su padre se temía – tenía que cargar con el peso de las consecuencias.
Aquello no asustó a Eylen, cuando menos. Estaba enamorada, en verdad lo estaba. Se casaron en la pequeña capilla de Wunjhar bajo la mirada de Irkenis, la diosa de la paz y el amor. Todo parecía estar sucediendo tan maravillosamente como Eylen había imaginado, pero todo se volvió una tortura cuando Runa nació. Sthoran se la pasaba en la taberna todas las noches, había descuidado la granja y a penas cruzaba una palabra con su esposa. Llegó el momento en el que todo se quedó estancado, los años habían transcurrido y Sthoran se había dado cuenta de que él no era un hombre de responsabilidades, y por si fuera poco, también cayó en la cuenta de que Eylen no era su tipo de mujer. La carta de divorcio no se hizo esperar, y Eylen no se vio sorprendida. Estaba dolida. Pese a eso, no se resistió ante la decisión de Sthoran, pero le dijo que Irkenis lo maldeciría por abandonar a su hija, y que se arrepentiría. Recordó entonces las palabras de su padre; fueron como una bofetada que la hicieron caer en cuenta de su error.
Estaba sola. Por más que intentara señalar culpables, la única responsable terminaba siendo ella. Sthoran le dejó la casa, y vendió la granja a una familia acomodada que pretendía convertirla en una destilería.
Eylen no podía ni verle la cara a su padre, tampoco se atrevió a pedir su perdón, así que decidió arreglárselas ella misma y comenzó a trabajar en la mísera taberna de Wunjhar, que ya bastante le recordaba a Sthoran. No le agradaba estar ahí, desde luego que no; el lugar era grotesco, lleno de gente perversa y borracha, pero el dinero estaba bien al menos para sobrevivir.