Reinos olvidados - Descenso

Prólogo

Más allá de los confines de la realidad conocida, existía un bosque suspendido en un espacio donde el tiempo carecía de sentido. Los árboles, torcidos y desafiantes, estiraban sus ramas hacia un cielo infinito, como si intentaran aferrarse a lo inalcanzable. Rodeando este bosque, un abismo sin fondo se extendía, un vacío insondable que parecía devorar tanto la percepción como la existencia.

En el centro de aquel paraje olvidado, una cabaña se alzaba como un vestigio de tiempos remotos. Construida con madera tan oscura que parecía carbonizada, sus paredes estaban cubiertas de musgo y enredaderas, dando la impresión de que el bosque intentaba reclamarla. Desde sus entrañas emanaba un aire de misterio, como si ocultara secretos que desafiaban la cordura.

El interior era un caos controlado: pergaminos amarillentos y tomos antiguos formaban torres precarias, iluminados por el titilar de unas velas. La tenue luz danzaba en las paredes de madera mientras una hoguera crepitaba suavemente, llenando el ambiente con el aroma de hierbas quemadas. Frente al fuego, un hombre de cabellos plateados murmuraba en un idioma perdido, su voz profunda mezclándose con el crujir de las llamas.

En el exterior, una fogata parpadeaba en la penumbra. Las sombras del bosque se movían con inquietud, como si tuvieran voluntad propia.

—Los hilos están siendo manipulados...—susurró el hombre, abriendo los ojos—. Necesito ayudar a nivelar la balanza.

Se levantó, tomó un bastón de roble y salió al claro. Con movimientos deliberados, comenzó a trazar símbolos en la tierra. Sus palabras flotaban en el aire, cargadas de una gravedad que resonaba en todo el bosque. Al terminar, alzó la mirada al cielo nocturno, donde las estrellas permanecían inmóviles.

De repente, una bandada de cuervos irrumpió en la calma, cruzando el firmamento en un frenético vuelo. Uno de ellos descendió en espiral, posándose junto al ermitaño. Su plumaje negro reflejaba destellos etéreos, como si estuviera hecho de obsidiana viva.

El hombre fijó su mirada en los ojos del ave y, en ellos, vislumbró un destello que desató visiones.

Primero, una niña en un claro: su vestido rojo brillaba entre las sombras que se retorcían a su alrededor, como si intentaran reclamarla. Aunque su rostro era sereno, la tensión en su inmovilidad era palpable, como si estuviera atrapada en un momento eterno. El cuervo intentó descender, pero las sombras lo repelieron con fuerza.

Luego, una nueva visión: un joven al borde de un precipicio. Cada paso que daba parecía acercarlo más a la muerte, una danza entre la vida y el abismo. El cuervo graznó, intentando distraerlo, pero el joven continuó, sumido en su duelo. Desesperado, el ave voló a un desván polvoriento y recogió una trenza de flores marchitas. Aunque secas, aún conservaban un dulce aroma. Regresó al precipicio y dejó caer la trenza. Al recogerla, el joven se detuvo, una lágrima rodó por su mejilla mientras sus pasos se alejaban del borde.

Otra visión: dos figuras luchaban contra sombras vivientes en un paisaje desolado. La lucha entre luz y oscuridad era desesperada. El cuervo arrancó una hoja de un árbol solitario. Al soltarla, la hoja se transformó en un trozo de papel cubierto de símbolos brillantes. Cuando tocó el suelo, emitió una luz cegadora que repelió las sombras por un momento, dando a los combatientes un respiro.

El cuervo regresó al claro donde la niña seguía rodeada de sombras. A lo lejos, un hombre caminaba hacia una jaula abierta, donde una criatura hambrienta esperaba. El cuervo distrajo a las sombras, atrayéndolas hacia sí. En ese instante, un rayo de luz emergió desde la niña, conectándose con el hombre. Este retrocedió, salvándose del peligro mientras las sombras se disipaban.

Finalmente, el cuervo voló hacia una iglesia abandonada. Dentro, un hombre sudaba profusamente, atrapado en una pesadilla. El cuervo picoteó la ventana hasta que el hombre despertó. Al abrir los ojos, miró al ave y, como si entendiera un mensaje invisible, tomó un cuaderno y comenzó a escribir. Cada palabra parecía disipar las sombras de su mente, exorcizando la oscuridad.

La última visión llevó al cuervo a un cementerio bajo la luna llena. Allí, una explosión de energía lo envolvió. En un destello, se desintegró en cenizas que el viento dispersó, llevando consigo las visiones y dejando atrás un profundo silencio.

El ermitaño abrió los ojos, su rostro reflejando una mezcla de temor y determinación.

—El caos se cierne, y las sombras del pasado intentan desgarrar el velo —murmuró.

Se inclinó nuevamente sobre la tierra, trazando un nuevo símbolo con extremo cuidado. Mientras lo hacía, su voz reverberaba como un eco que se perdía en el vacío.

—William Hart...

El nombre se perdió en la penumbra del bosque, mientras las sombras, expectantes, aguardaban el próximo movimiento.




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