Reinos olvidados - Descenso

Prólogo

En las horas más oscuras y silenciosas de la madrugada, cuando el mundo parecía contener la respiración, el cementerio permanecía en un inquietante letargo. Las sombras de las lápidas, envueltas en una densa niebla, parecían susurrar secretos al viento. Los epitafios, desgastados por el tiempo y cubiertos de musgo, narraban historias que ya nadie recordaba. Los caminos, cubiertos de maleza, ofrecían un eco extraño de desolación. El aire era frío y punzante, impregnado del olor a tierra mojada y hojas podridas, una fragancia que evocaba lo perdido.

Aquel no era solo un cementerio, sino un umbral, una grieta entre mundos. Entre las tumbas, sombras etéreas flotaban como hojas atrapadas en un vendaval, oscilando entre la resignación y la incertidumbre. Esa noche, el velo que separaba los mundos parecía más delgado, frágil, como si algo del otro lado estuviera buscando una forma de entrar.

En medio de este inquietante escenario, el Guardián se erguía. Su figura parecía una extensión de la niebla, solemne y amenazante. La luz de los símbolos grabados en su armadura apenas iluminaba su rostro, dónde ojos como un remolino de azul y verde, fríos como estrellas distantes destellaban con un entendimiento que desafiaba el tiempo. Con cada movimiento, las sombras parecían responderle, formando un manto protector a su alrededor.

De pronto, el aire tembló con una vibración apenas perceptible, pero suficiente para romper la quietud. Los ojos del Guardián se entrecerraron; la niebla, como un reflejo de su tensión, se espesó hasta engullir la poca luz que quedaba. Entonces, lo sintió: una presencia que no pertenecía ni al mundo de los vivos ni al de los muertos. Era algo primigenio, una criatura cuya sola existencia parecía retorcer la realidad misma.

La criatura avanzó, su forma cambiante desafiando la lógica. Cada paso desgarraba el tejido del velo entre los mundos, como si buscara romper las reglas que lo contenían para disponer de total libertad para destruir nuestro mundo. El Guardián, inmutable, extendió su mano y los símbolos de su armadura brillaron con intensidad. "No avanzarás", resonó su voz, grave y cargada de una autoridad incuestionable.

La batalla que siguió no fue una lucha de fuerza, sino de voluntad. La criatura atacó con una furia desesperada, deformándose y reformándose en un intento de atravesar la barrera. Cada golpe enviaba ondas oscuras, sacudiendo el límite entre los mundos. Pero el Guardián permaneció firme, una figura envuelta en luz y sombras, inquebrantable en su propósito. Al final, con un último destello de energía, la criatura cedió, retrocediendo con un grito que resonó como el eco de un trueno lejano.

Cuando el velo se cerró de nuevo, el cementerio recuperó su calma ominosa. Las almas reanudaron su marcha, inconscientes del peligro que había pasado tan cerca. El Guardián permaneció inmóvil, sus ojos reflejando una mezcla de cansancio y determinación. Sabía que este no sería el último intento, que su vigilia era interminable.

De pie entre las tumbas, rodeado de niebla y silencio, el Guardián reanudó su labor, un centinela atrapado en el sacrificio eterno de proteger un mundo que nunca conocería su existencia.




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