Lila Márquez no se parecía a nadie que William hubiera conocido. Para ella, el conocimiento no era poder, sino una puerta a la comprensión, un puente hacia lo desconocido para encontrar sentido en el caos. William, acostumbrado a respuestas claras y definitivas, encontraba desconcertante la forma en que Lila abordaba las preguntas como si el no saber fuera parte de la respuesta.
El día que la conoció, Lila llevaba el cabello suelto, con mechones oscuros enmarcando su rostro. Su sonrisa, ligera y despreocupada, tenía una calidez que parecía iluminar incluso los rincones más sombríos. Vestía de forma sencilla, con jeans oscuros y una blusa color marfil, pero cada detalle de su apariencia —un pañuelo vibrante al cuello, pequeños aretes que reflejaban la luz— parecía contar una historia propia.
Había una profundidad en sus ojos, una calma inquietante que lo desarmaba. Lila lo miraba como si percibiera más allá de su dureza, descifrando los secretos que él mismo ignoraba. William se dio cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, alguien lo veía realmente.
Lila era antropóloga, fascinada por los mitos y las culturas antiguas. Para ella, los relatos de dioses y monstruos no eran solo cuentos; eran advertencias, reflexiones de las fragilidades humanas y lecciones sobre los límites del conocimiento. Ella abrazaba el caos como un misterio que debía ser explorado, no controlado.
Sus conversaciones, que comenzaban como intercambios casuales, se transformaban en diálogos profundos que a menudo se extendían hasta el amanecer. Hablaban de historia, del futuro, de miedos y sueños. Lila lo desafiaba constantemente, empujándolo a considerar posibilidades que nunca antes había contemplado. “La verdadera fuerza no está en someterlo todo, William”, le decía con serenidad, “sino en escucharlo, entenderlo, antes de decidir cómo actuar.”
Con el tiempo, William comenzó a sentir que Lila era un vínculo que lo mantenía conectado con algo más humano, más real. Sin embargo, esa conexión también resaltaba sus diferencias. Mientras Lila veía los enigmas como oportunidades para aprender y estudiar los matices grises del mundo con curiosidad y empatía, William veía nada más que un obstáculo a superar. Su enfoque inflexible chocaba con la paciencia de Lila, y esa tensión empezó a desgastar su relación.
A pesar de su amor, sus caminos divergían mientras ambos intentaban ignorarlo. William se sumergió en su trabajo, persiguiendo justicia con una intensidad casi obsesiva, mientras que Lila se dedicó a sus estudios, investigando las raíces de las civilizaciones antiguas. Las discusiones se volvieron más frecuentes, y la distancia entre ellos creció hasta volverse insalvable.
Una noche, después de una conversación especialmente difícil, Lila tomó la decisión de irse. No fue por enojo ni por falta de amor, sino porque comprendió que ambos estaban atrapados en mundos diferentes. Dejó una nota breve y su diario encuadernado en cuero, un registro de sus pensamientos y descubrimientos sobre mitos y psicología humana, ella esperaba que pudiera entenderla a través de su trabajo. “Espero que algún día encuentres lo que buscas”, decía la nota.
Para William, su partida dejó un vacío que nunca pudo llenar. Cada rincón de su apartamento parecía más oscuro, como si la luz se hubiera ido con ella. Aunque trató de ignorar el diario, incapaz de enfrentarse a los recuerdos que contenía, nunca se deshizo de él. Sabía que, de alguna manera, las palabras de Lila aún lo acompañaban, como un susurro constante que le recordaba con melancolía las partes de sí mismo que había perdido junto con ella.