Una noche, mientras revisaba un caso de desaparición particularmente desconcertante, encontró algo que cambió todo. Entre los efectos de la víctima, encontró un papel arrugado con símbolos que le resultaban vagamente familiares. parecían vibrar con una familiaridad inquietante. William sintió un escalofrío, como si el papel guardara un secreto destinado solo a él. Esa conexión inexplicable lo inquietó profundamente, aunque intentó ignorarlo, el trozo de papel seguía llamándolo, como un faro en medio de la tormenta. Finalmente, lo guardó en su bolsillo, un gesto pequeño que lo acercaría al misterio que lo acechaba en las sombras.
Se dirigió al laboratorio forense de la ciudad. La doctora Evelyn Thorne lo estaba esperando, sentada frente a la pantalla de su computadora, luciendo serena como siempre. Con el cabello oscuro y lacio siempre recogido en un moño impecable y pómulos altos que resaltaban la firmeza de su expresión, Evelyn tenía una presencia tan aguda como sus palabras. Su penetrante mirada gris, a pesar de revelar un cansancio que sugería noches de insomnio pasadas lidiando con casos sin resolver y remordimientos personales, era capaz de analizar con precisión cualquier situación. Esta sensibilidad, a la vez un don y una carga, a menudo la dejaba atormentada por las complejidades de los casos en los que trabajaba. Aunque su enfoque racional contrastaba con el creciente cinismo de William, él confiaba en ella más que en nadie.
Evelyn prefería la ropa oscura y evitaba las joyas; siempre se preparaba para las largas horas en el laboratorio o la posibilidad de una llamada a altas horas de la noche a la escena de un crimen. Sus manos tenían leves cicatrices de quemaduras de sus años en el laboratorio, pequeños testimonios de su dedicación y el tiempo que pasó inmersa en su trabajo. Con una formación académica rigurosa, se especializó en ciencia forense para transformar su pasión por la lógica en habilidad práctica. Los años en la fuerza la habían estabilizado y la habían hecho más en sintonía con la complejidad humana de lo que había anticipado en sus días universitarios idealistas.
—"¿Encontraste algo interesante?"— preguntó William, acercándose a su puesto mientras ella se concentraba intensamente en la pantalla.
—"Nada concreto todavía"— respondió Evelyn, su tono tranquilo teñido de ligera tensión. —"Sin embargo, los registros del teléfono celular de la víctima muestran algo extraño. Aparece en lugares donde no debería haber estado. No cuadra.”—
William se inclinó, intrigado. —“¿Alguna pista más?”—
—“Es demasiado pronto para decirlo”— dijo Evelyn, tocando algunas teclas para que apareciera un mapa en la pantalla. —“Pero seguiré investigando. Si encuentras algo, avísame.”— William asintió, pero su mente ya estaba en otra parte.
William no era ajeno al peso de la responsabilidad, estaba acostumbrado a lidiar con pistas dispares, casi inconexas , pero aquella noche, mientras se sentaba en su oficina rodeado de documentos y pistas fragmentadas, sintió algo diferente, como un eco persistente de una tormenta que se avecina.
Con una taza de café frío a su lado y el papel con los símbolos extraños aún en su bolsillo, William repasaba cada detalle. Las notas, los informes y las fotografías parecían mirarlo desde la mesa, exigiendo respuestas que él aún no podía dar. Cada nueva pista lo llevaba a un callejón sin salida, como si el caso estuviera diseñado para frustrarlo, para empujarlo hacia algo más allá de su comprensión.
Entonces, como un rayo que rompe la oscuridad más espesa, se levantó de golpe, el corazón latiendo con una fuerza casi insoportable. En medio de la confusión, una chispa de lucidez lo atravesó como una daga: —¡El viejo diario de cuero de Lila!—
Finalmente, decidió hacer algo que había evitado durante años. Abrió el cajón más profundo de su escritorio y sacó un objeto que no tocaba desde la partida de Lila: el diario encuadernado que ella había dejado atrás. Sus dedos recorrieron la superficie desgastada, sintiendo la textura familiar del tiempo impreso en él. Sabía que dentro de esas páginas estaban las respuestas a preguntas que nunca se había atrevido a hacer.
Cuando abrió el diario, el aroma a papel viejo y tinta seca lo envolvió. Las páginas estaban llenas de notas cuidadosas, dibujos de símbolos y reflexiones sobre mitos antiguos. En una de las primeras entradas, Lila había escrito: “El conocimiento no siempre es la respuesta, pero siempre es el camino”. Las palabras resonaron en su mente como si ella estuviera hablándole desde el pasado.
Mientras pasaba las páginas, encontró una sección dedicada a los dioses mesopotámicos y los Anunnaki, figuras que Lila había estudiado con fascinación. Sus descripciones eran más que académicas; parecían personales, como si ella sintiera una conexión profunda con los mitos. William reconoció algunos de los símbolos del trozo de papel en esas páginas, y su estómago se retorció. No podía ser una coincidencia.
Lila había escrito sobre un concepto recurrente: la convergencia de mundos. Según los textos antiguos, había momentos en que los límites entre lo humano y lo divino, lo real y lo irreal, se volvían permeables. Esos momentos estaban marcados por señales, como los símbolos que ahora tenía frente a él. Una línea en particular llamó su atención: “Cuando los mundos convergen, las sombras se vuelven visibles y el caos encuentra su reflejo en los corazones de los hombres”.
William cerró el diario de golpe, su mente girando con posibilidades que no quería aceptar. Durante toda su carrera, se había enfrentado a horrores humanos, a crímenes y tragedias que podían explicarse por la oscuridad inherente de las personas. Pero ahora, frente a estas conexiones inexplicables, sentía que algo más grande estaba en juego, algo que desafiaba su lógica y sus creencias.