Desde su encuentro con el padre Elías, algo profundo en William había cambiado. Las sombras parecían más densas, los sonidos más agudos, como si el mundo hubiera adoptado una frecuencia distinta, inquietante. Esa sensación lo seguía a todas partes, como una sombra que nunca lo soltaba.
William estaba absorto en sus pensamientos cuando una leve vibración comenzó desde lo profundo de su bolsillo. Su teléfono. Al principio, no lo notó. No era común que le llamaran; estaba más habituado a usar el dispositivo para hacer llamadas que para recibirlas. Tan inusual que, en ocasiones, habían pasado días antes de que se diera cuenta de que la batería estaba completamente agotada.
Cuando por fin prestó atención al zumbido persistente, sacó el teléfono del bolsillo con desgana. ¿Quién molesta a esta hora? La pantalla iluminada mostraba “Comisaría”.
—¿Diga? —contestó con un tono profesional, aunque su mente aún vagaba entre los pensamientos que lo habían ocupado minutos atrás.
La voz al otro lado no perdió el tiempo con preámbulos.
—Detective, acabamos de recibir una llamada anónima. Aseguran que vieron a la víctima detrás del viejo teatro.
William parpadeó, obligándose a enfocar su atención.
—Gracias. Voy para allá —respondió con firmeza antes de colgar.
El viejo teatro y sus alrededores inmediatos eran un vestigio del pasado, un lugar atrapado en el abandono. Cuando llegó al callejón trasero, un escenario sacado de una pesadilla lo recibió como un presagio. Un único foco parpadeante iluminaba intermitentemente el espacio, alternando entre una completa oscuridad y un juego de sombras que parecían enredarse entre sí.
Mientras inspeccionaba el lugar, notó algo extraño: los sonidos de la ciudad comenzaron a desvanecerse. El tráfico, las voces lejanas, incluso el silbido del viento, desaparecieron poco a poco, dejando un silencio tan profundo que parecía envolverlo por completo. Fue entonces cuando lo escuchó.
Primero, una risa.
William se detuvo en seco. Su corazón se aceleró, pero no por miedo. Reconocía esa risa. Era ligera, cargada de una calidez que no había sentido en mucho tiempo. Por un momento, el frío ambiente del callejón pareció disiparse, reemplazado por un destello de nostalgia.
—William Hart…
El sonido de su nombre lo hizo girar de inmediato. La voz era nítida, familiar, pero algo en ella le resultaba extrañamente distante. ¿De dónde había salido? Era Rose. Lo sabía con certeza. Esa voz, con su timbre característico, pertenecía a su hermana. Pero algo no encajaba. ¿Por qué me llamó así? Ella siempre lo había llamado Will, nunca su nombre completo.
Con los sentidos en alerta máxima, recorrió el callejón con la mirada, buscando algún indicio de su presencia. Pero no había nada. Solo vacío. Solo sombras.
Antes de que pudiera procesar lo que ocurría o decidir su próximo movimiento, algo más extraño sucedió. Una sensación inexplicable lo recorrió de pies a cabeza, como un impulso ajeno a su voluntad. Una fuerza invisible lo empujaba a moverse, a salir de allí, como si el mismo callejón lo rechazara.
Sus pasos, normalmente calculados, ahora se movían por su cuenta, casi como si pertenecieran a otra persona. La lógica le gritaba que se detuviera, que analizara lo que estaba ocurriendo, pero su cuerpo ya no obedecía. El instinto, o quizá algo más, lo había tomado por completo.
Cuando finalmente se encontró lejos del callejón, en un lugar que al menos le ofrecía una apariencia de seguridad, recuperó la claridad de pensamiento como si despertara de un trance. Jadeando, repasó mentalmente los detalles del lugar: los escombros esparcidos de forma deliberada, el persistente olor a gasolina, las sombras que no parecían fruto del azar. De repente, todo encajó.
Era una trampa meticulosamente diseñada para matarlo.
Llevó una mano a su frente, tratando de calmar su respiración. Fue mi instinto policiaco, se dijo, buscando una explicación racional. Pero mientras lo repetía, una pequeña parte de su mente se negaba a aceptar esa respuesta. ¿La voz de Rose? ¿El recuerdo? ¿Habían sido solo un truco de su mente… o algo más que lo había salvado?
Fuera lo que fuera, una cosa era segura: apenas había escapado de la muerte.
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La luz de las velas oscilaba sobre las paredes de piedra húmeda, proyectando sombras que se retorcían como si tuvieran vida propia. En el centro de la sala, un trono de ónix se alzaba imponente, símbolo oscuro de poder inquebrantable. Sentada en él, una figura encapuchada tamborileaba los dedos en el reposabrazos, mientras un destello de ojos brillantes bajo la capucha observaba con ojos calculadores.
Frente al trono, un hombre arrodillado mantenía la vista fija en el suelo. Su respiración, entrecortada, delataba el miedo que lo dominaba.
—¿Lo hiciste? —preguntó la figura, con una voz baja y serpenteante, un susurro que cortaba como un cuchillo.
El hombre tragó saliva, sintiendo el aire volverse denso y opresivo. —No… no pude, mi Señor—. El silencio que siguió fue abrumador.
—¿Por qué? —insistió el líder, cada palabra cargada de amenaza contenida.