El viento aullaba en la oscuridad, el cementerio desgarrado por la presión de mundos que colisionaban. En la cima de la colina, entre árboles muertos y tumbas olvidadas, William permanecía inmóvil, su silueta recortada contra el horizonte donde la niebla danzaba, desdibujando el límite entre lo conocido y lo imposible. Ahora llamado "El Guardián", ya no era el hombre que había buscado respuestas con lógica ni aquel que perseguía la justicia con ansias de venganza.
Había cruzado un umbral, no hecho de piedra ni metal, sino forjado en su propia alma. Una puerta cerrada durante años que se abrió la noche en que comprendió la verdad: la vida y el caos exceden cualquier intento de control o entendimiento.
La abominación que enfrentaba no era una criatura externa, sino él mismo. William había desenterrado más que secretos terrenales; había abierto el velo entre mundos y, al hacerlo, su propia esencia se transformó. Ahora era ambos: el Guardián y la bestia, luz y sombra, enredados en una batalla eterna para mantener el equilibrio. La revelación fue lenta, desgarradora, pero inevitable. Ya no era el hombre que lloraba la pérdida de su hermana, ni el detective que perseguía el mal con un corazón envenenado por el odio. Había trascendido esas definiciones, convertido en el puente entre lo humano y lo inhumano.
Su cuerpo, una figura etérea moldeada por lo vivido, era un mosaico de las verdades que había descubierto. Su rostro, apenas visible entre sombras y destellos de luz, guardaba los recuerdos que lo definían: fragmentos de amor, dolor, sacrificio y redención. Cada uno era un faro en la inmensidad del abismo que ahora vigilaba, un recordatorio de por qué permanecía allí.
En la vasta extensión de niebla y oscuridad, William estaba en paz. No era la paz de la ausencia de conflicto, sino la que proviene de abrazar aquello que antes temía. En su existencia como Guardián, había hallado lo que nunca tuvo: propósito. Ya no buscaba respuestas ni luchaba por imponer orden al caos. Había aceptado la oscuridad porque comprendía que sin ella, la luz no tendría sentido.
William era la encarnación misma de la humanidad: imperfecta, sí, pero capaz de aprender, redimirse y trascender sus propios límites. En su vigilia eterna, no custodiaba un umbral por obligación, sino porque había encontrado algo más profundo: completitud.