En lo más alto de una montaña congelada, los vientos eran cuchillos y el sol apenas traspasaba el manto gris del cielo, en aquella montaña vivía una bruja cuya existencia era leyenda y advertencia. Los aldeanos del valle bajo la llamaban Isolde la Eterna, porque nadie recordaba un día que estuviera allí. Su cabaña retorcida, hecha de ramas negras y parte de hielo petrificado, era un altar de terrores. Nadie subía hasta allí sin pagar un precio, la mayoría jamás regresaban.
Una noche, mientras la tormenta se formaba furiosa, alguien golpeó su puerta. Era un hombre joven, alto y cubierto con pieles espesas. Sus ojos eran pozos oscuros de resolución, y la nieve acumulada en su cabello parecía mármol.
La bruja abrió lo puerta, enseguida el hombre hablo.
—Bruja Isolde, he venido por justicia —dijo, su voz rasgada por el frío.
Isolde lo miró con aquellos ojos plateados que brillaban como cuchillas bajo la tenue luz de la cabaña.
—La justicia no vive aquí, hombre. Solo el poder y la venganza —respondió Isolde, su voz resonando con un eco extraño, como si el hielo mismo la imitara.
El hombre soltó un saco de cuero que cayó al suelo con un ruido sordo. Isolde arqueó una ceja, intrigada. Cuando lo abrió, sus labios esbozaron una sonrisa: un corazón palpitaba débilmente en el interior, envuelto en hielo y carne.
—Es el mío. Quiero venganza —exigió el hombre, apretando los puños.
La bruja inclinó la cabeza, fascinada por su audacia. Nadie había ofrecido algo tan extremo en siglos. Isolde lo guío hasta el centro de la cabaña, donde un círculo de símbolos grabados en el suelo esperaba.
Allí, bajo las sombras del fuego, comenzó su ritual.
—Dime su nombre, y haré que sufra como nadie ha sufrido jamás —murmuró, mientras sus dedos deformados trazaban figuras en el aire.
El hombre la miró, y en sus labios helados se dibujó una sonrisa amarga.
—A ti.
Por un instante, el tiempo pareció detenerse. Isolde lo miró, incrédula, pero su sorpresa no duró. El círculo bajo sus pies se encendió con un fuego azul, atrapándola dentro. La bruja dejó escapar una carcajada áspera.
—¿Crees que puedes atraparme, niño? Soy más vieja que esta montaña. Soy el frío que la devora. —Su voz retumbó, haciendo crujir las paredes de la cabaña.
Sin decir una palabra, el hombre sacó un pequeño frasco de su abrigo y lo rompió contra el suelo. Un humo negro comenzó a alzarse, moviéndose con una vida propia. El aire se volvió denso, pesado, como si algo antiguo y terrible hubiera despertado.
Por primera vez, los ojos de Isolde titilaron con algo que parecía miedo.
—¿Dónde encontraste eso? —murmuró con un hilo de voz.
El hombre dio un paso adelante, su sombra alargándose como un espectro.
—No soy del valle. Soy el último hijo del bosque donde quemaron a tus hermanas. Ellas me dieron esto antes de morir, para ti.
El humo negro la envolvió en un abrazo cruel. Isolde gritó, una mezcla de furia y desesperación, mientras las sombras penetraban su piel, robándole los siglos que había acumulado. Su cuerpo comenzó a temblar; su rostro, antes liso y hermoso, se marchitó como una flor quemada por la helada. Pero mientras su carne se disolvía y su forma se desmoronaba, su risa resonó en toda la cabaña, escalofriante y triunfal.
—¿Crees que esto termina conmigo? Yo no muero, niño. Yo permanezco en el hielo, en el viento, en tu miedo. —Su voz se transformó en un eco, cada vez más débil, pero su risa seguía ahí, burlona, interminable.
El hombre retrocedió, cubriéndose los oídos, pero la risa no se detenía. Salió corriendo de la cabaña, dejando atrás las sombras que seguían girando como espectros hambrientos. Afuera, la tormenta era más feroz que nunca, y la montaña crujía como si fuera a derrumbarse.
Mientras descendía por la pendiente, con el aliento congelado en su pecho, escuchó el eco de la risa mezclarse con el ulular del viento. Y en la cima, la silueta de la cabaña parecía moverse, como si algo dentro todavía respirara.
Sabía que había vencido a Isolde. Pero también sabía que había despertado algo mucho peor.