Relatos cortos

La última noche de nieve

Después de terminar todas las fiestas de año nuevo, la ciudad dormía bajo un manto blanco que crujía con cada paso. En una esquina de la plaza principal, las luces de un farol parpadeaban tímidas, como si se resistieran a competir con el resplandor de la luna llena. La música de las fiestas se había apagado, dejando al mundo en un silencio expectante

El anciano Samuel caminaba despacio, dejando que la nieve envolviera sus botas gastadas. La bufanda que su esposa le había tejido hacía décadas colgaba alrededor de su cuello, deshilachada pero cálida. Era una noche especial, aunque no por las razones que solían emocionar a otros. Para Samuel, esta noche sería diferente: sabía que sería la última.

Había sentido cómo su cuerpo se apagaba poco a poco, y aunque los médicos hablaban de meses, él intuía que apenas llegaría al nuevo año. No tenía miedo. Lo único que sentía era una profunda tristeza por todo lo que no volvería a ver: la risa de los niños jugando en la nieve, el aroma de los pasteles recién horneados en las ventanas y sobre todo, el sonido de su esposa Clara, tarareando mientras decoraba el árbol o cuando lo invitaba a cantar su canción favorita en año nuevo.

Se detuvo frente a una tienda cuyas ventanas estaban empañadas por el calor. Dentro, una familia reía alrededor de una pequeña dando sus primeros pasos. La escena lo llevó atrás en el tiempo, a una noche como esa, cuando Clara y él habían sorprendido a su pequeño Jacob dando unos pasos hacia Bob el gato blanco de Clara. Recordó cómo el niño había caminado torpemente hacia el gato, gritando de alegría, mientras Clara lo miraba con ojos llenos de amor.

Un nudo se formó en su garganta. Jacob ya no vivía allí, ya no era aquel pequeño que recordó. Se había mudado a otro país, persiguiendo una vida que Samuel apenas comprendía. Las llamadas eran breves, los mensajes escasos. Y Clara… Clara se había ido hacía cinco años, llevándose con ella la calidez de su hogar.

Con un suspiro, Samuel siguió caminando hasta llegar al parque donde solían patinar en su juventud. La pista estaba congelada como siempre, y aunque había marcas de patines, el lugar estaba desierto. Se sentó en un banco cubierto de nieve, ignorando el frío que calaba sus huesos.

—Clara, ¿me estarás esperando? —murmuró al cielo, que parecía más inmenso y distante esa noche.

Entonces, algo lo distrajo; una pequeña figura apareció entre los árboles, corriendo hacia él. Era una niña, vestida con un abrigo rojo y un gorro de lana blanca. Sus mejillas estaban enrojecidas por el frío, y sus ojos, grandes y oscuros, reflejaban la luz de la luna.

—¿Estás solo, abuelo? —preguntó con una voz suave, pero curiosa.

Samuel sonrió con amargura.

—Parece que sí. ¿Y tú? ¿Dónde están tus padres?

La niña se encogió de hombros, sin mostrar preocupación.

—No lo sé. Pero me gusta caminar por aquí. Siempre hay alguien triste al que puedo hacer compañía.

Samuel parpadeó, desconcertado. Antes de que pudiera responder, la niña se sentó a su lado y sacó una pequeña campana dorada de su bolsillo.

—¿Sabías que si tocas esta campana, alguien que amas puede oírte, donde sea que esté? —preguntó, extendiéndosela.

El anciano la miró, desconfiado, pero sus dedos temblorosos tomaron la campana. Era ligera y fría, pero al tocarla, sintió un calor extraño en el pecho.

—Adelante . No tienes nada que perder —insistió la niña, con una sonrisa que parecía demasiado sabia para su edad.

Samuel levantó la campana y la hizo sonar. El tintineo fue tan suave como un susurro, pero reverberó en el aire, llenando el silencio de la noche. Cerró los ojos y por un instante, casi pudo escuchar la risa de Clara.

Cuando los abrió de nuevo, la niña ya no estaba. Miró a su alrededor, buscando alguna señal de ella, pero solo encontró sus propios pasos en la nieve.

Sin embargo, algo había cambiado. El frío parecía menos intenso, y el cielo, aunque igual de inmenso, se sentía más cercano. Por primera vez en años, Samuel dejó que una lágrima rodara por su mejilla, no de tristeza, sino de gratitud.

Aquella noche, no existió agonía, ni esperas, pero Samuel supo que, en el momento exacto en que lo necesitó, alguien lo había escuchado.

Y eso, pensó, era suficiente para llenar su corazón.



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En el texto hay: relatos cortos, pequeños relatos

Editado: 17.01.2025

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