El último tren a Lisboa

Era otoño en Madrid. Las hojas caían lentamente, doradas y crujientes, sobre los adoquines de la estación de trenes de Chamartín. Clara caminaba con prisa, pero no tanta como para que su corazón no titubeara con cada paso. El billete en su mano temblaba más por los nervios que por el frío. Iba rumbo a Lisboa, una decisión improvisada, impulsada por una carta.

No cualquier carta. Una escrita a mano, en tinta azul, con una caligrafía que conocía de memoria. La había recibido dos días antes, dentro de un libro que compró en una librería de segunda mano: "Los poemas de Pessoa". Entre sus páginas, un sobre con su nombre. "Clara." Y dentro, las palabras de Hugo, el amor que perdió hace tres años.

> "Si alguna vez te preguntas si aún pienso en ti, la respuesta es cada día. Si aún crees que todo terminó, te equivocas. Estaré en Lisboa, en el mirador de Santa Catarina, el 5 de junio al atardecer. Por si aún me recuerdas."

El tren partió puntual. Las horas pasaron entre recuerdos y preguntas. ¿Por qué ahora? ¿Y si no era verdad? ¿Y si no estaba? Pero el corazón -ese testarudo- le decía que fuera.

Lisboa la recibió con sus calles empedradas y ese olor a sal y café. Subió la colina con pasos lentos, conteniendo la respiración. El mirador estaba casi vacío, salvo por un hombre de espaldas, mirando al Tajo. El sol se escondía tras el horizonte, tiñendo el cielo de ámbar.

-Hugo... -susurró.

Él se giró. El tiempo no le había cambiado los ojos. Clara se sintió como si el mundo se detuviera un instante. Ninguno dijo nada. No hacía falta.

Se abrazaron. Largos minutos. Como si fueran dos trenes que, tras años en vías distintas, por fin coincidieran en la misma estación.

Y esa noche, Lisboa les regaló su primer beso... por segunda vez.Caminaron en silencio por las calles adoquinadas de Lisboa, con la ciudad iluminada por faroles antiguos y el sonido lejano de un fado que salía de algún bar cercano. No hacía falta hablar aún. Las manos se buscaron con timidez, como si se reconocieran pero necesitaran reaprenderse.

-Pensé que no vendrías -dijo Hugo finalmente, mientras se detenían frente a un escaparate con libros viejos.

-Yo también -respondió Clara, mirando su reflejo junto al de él-. Pero entonces vi la carta. ¿Cómo supiste que compraría ese libro?

Hugo sonrió, esa media sonrisa suya que siempre decía más que cualquier palabra.

-No lo supe. Dejé cartas en todos los ejemplares que pude encontrar de Pessoa en librerías de segunda mano. Fue una locura, lo sé. Pero también lo fue dejarte ir sin luchar.

Clara lo miró, sus ojos brillando con una mezcla de tristeza y ternura.

-Te fuiste sin despedirte. Dijiste que necesitabas encontrarte a ti mismo, y nunca supe si eso incluía olvidarme.

-No te olvidé -dijo él-. Me perdí. Me alejé pensando que era lo mejor para ti, para los dos. Pero al final, cada ciudad, cada poema, cada canción, terminaba llevándome de vuelta a ti.

Se quedaron unos segundos en silencio. La ciudad seguía su curso, pero ellos estaban suspendidos en ese instante, como si Lisboa entera los abrazara.

-¿Y ahora? -preguntó Clara, con una mezcla de miedo y esperanza.

-Ahora... -Hugo sacó una pequeña libreta del bolsillo-. Ahora quiero escribir nuestra historia desde el principio, sin huir, sin miedos. Si me dejas.

Clara tomó la libreta y la hojeó. Estaba llena de pequeños poemas, todos con fechas, lugares, y una sola inicial al final: "C."

-No necesitas empezar de cero -dijo ella, devolviéndosela-. Ya tenemos un prólogo. Ahora escribamos los capítulos que nos faltan.

Esa noche cenaron en una pequeña taberna, entre risas, vino y miradas que decían todo lo que aún no se atrevían a nombrar. Luego caminaron de regreso al mirador, donde la ciudad dormía, pero ellos no.

Y cuando el primer tren partió al amanecer, ninguno de los dos estaba a bordo.

Porque a veces, el último tren no es una despedida. Es un regreso.