Relatos cortos

La lámpara del crepúsculo

En el corazón del Bosque de Sombradama, un lugar donde la luz del sol apenas se colaba entre las copas de los árboles eternos, vivía Elia, la última farolera. Desde niña había aprendido el arte de mantener con vida las luciérnagas de cristal, pequeñas esferas flotantes que iluminaban los senderos del bosque y protegían a sus criaturas de la oscuridad profunda. No de la noche común, sino de algo más antiguo: las Sombras Errantes.

El oficio lo heredó de su abuela, quien le había confiado la Lámpara del Crepúsculo. Era un artefacto forjado con metal de estrellas caídas y cristal de luna, cuya llama no ardía, pero iluminaba los bordes entre el sueño y la vigilia.

Cada anochecer, Elia caminaba los senderos del bosque encendiendo las luciérnagas con su lámpara. Las criaturas del bosque, desde ciervos dorados hasta murciélagos azules, se quedaban en silencio al verla pasar. Todos sabían que sin la luz, las sombras ganarían terreno.

Una noche de luna menguante, mientras encendía la luciérnaga del claro de los sauces, Elia sintió un escalofrío. La llama de su lámpara parpadeó, algo que nunca había ocurrido. Y entonces lo vio: una figura envuelta en niebla, alta, sin rostro visible, pero con ojos huecos como pozos sin fondo. Era Una Sombra Errante.

Pero esta no atacó. Habló. Con una voz como hojas secas al viento:

—Farolera... farolera... la llama ya no arde como antes. El fin del crepúsculo se acerca.

Elia alzó la lámpara y la sombra retrocedió.

—¿Qué quieres?

—La Llama Madre... la única llama verdadera. Si no la hallas, tu luz se extinguirá. Y con ella, el bosque dormirá para siempre.

La sombra se disolvió entre los sauces. Y Elia se quedó sola, sabiendo que la advertencia era real.

Con su mochila de cuero, provisiones para siete lunas, y la Lámpara del Crepúsculo en el cinto, Elia salió del bosque por primera vez en su vida. Siguió los mapas antiguos que su abuela había dejado: runas grabadas en corteza de abedul que marcaban el camino hacia la Torre de los Ecos, donde según la leyenda, ardía la Llama Madre.

En el camino encontró aliados inesperados. Una loba ciega llamada Yara, que podía ver los hilos del futuro; un niño hecho de niebla, que decía llamarse Velo, y que podía oler las mentiras; y una anciana muda que tejía estrellas que podían detener el tiempo por breves instantes.

Cada uno tenía su razón para acompañarla, y cada uno era parte de una profecía que Elia aún no comprendía.

Tras cruzar un desierto donde el sol nunca salía, y una montaña cuyos ecos podían arrancarte los recuerdos, Elia y sus compañeros llegaron a la Torre de los Ecos. Era una espiral de cristal y piedra, rota por la antigüedad, cubierta de enredaderas que cantaban con voces humanas.

En la cima, tras un último tramo lleno de visiones y pruebas, encontraron un altar circular. Allí ardía la Llama Madre. No era fuego. Era luz viva. Memoria pura.

La sombra apareció una vez más.

—Tócala, farolera... y conocerás todo. O retrocede... y olvida.

Elia dudó. Pero sabía que su camino era uno solo.

Tocó la llama.

Y no fue consumida.

Fue transformada.

La Lámpara del Crepúsculo brilló con una luz nueva, profunda, imposible de nombrar. Las sombras gritaron y huyeron. El bosque, a cientos de kilómetros, despertó con un murmullo de vida. Las luciérnagas de cristal se encendieron por sí mismas, como si recordaran lo que habían olvidado.

Elia regresó a Sombradama. Pero ya no era la farolera.

Era la Guardiana de la Luz. Y su llama no solo iluminaba el bosque: encendía corazones, traía memoria, y mantenía viva la frontera entre el sueño y el olvido.

Cada noche, al caer el crepúsculo, las criaturas del bosque se detenían a mirar su paso.

Y alguien, en algún lugar, susurraba:

> “Mientras ella camine, la sombra no reinará.”




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