Relatos cortos

La habitación sin número

Cuando Lucía llegó al hotel Del Río, la noche ya había envuelto la ciudad con su manto de neblina densa. El edificio, un armatoste de piedra ennegrecida por el tiempo y la humedad, se alzaba como un mausoleo olvidado. Nadie más entraba ni salía. La recepción estaba iluminada apenas por una lámpara de luz amarillenta, que parpadeaba como si advirtiera de algo que no podía decirse en voz alta.

El recepcionista, un hombre de rostro ceniciento y manos largas como ramas secas, no levantó la vista cuando ella se anunció. Solo tomó la reserva, garabateó algo en el libro polvoriento y le entregó una llave de hierro.

—Tercer piso. Al fondo del pasillo —murmuró, casi sin voz—. Habitación sin número.

Lucía frunció el ceño.

—¿Cómo sabré cuál es?

El hombre levantó la cabeza por primera vez. Sus ojos eran vidriosos, como si observaran desde otro lugar.

—La reconocerá cuando la vea.

El ascensor chirrió como una criatura herida mientras ascendía. Al llegar al tercer piso, el pasillo se extendía en una penumbra rota solo por unas pocas bombillas oscilantes. Las puertas eran todas iguales, salvo una: al final del pasillo, una puerta de madera ennegrecida por la humedad, sin número, con un pomo de bronce que brillaba como si alguien lo hubiera tocado recientemente.

La llave encajó con suavidad inquietante. Dentro, la habitación estaba sumida en una quietud antigua. Muebles cubiertos por sábanas blancas que se inflaban levemente como si respiraran. Una cama de dosel desvencijada. Un espejo alto, agrietado por el tiempo, colgaba frente a la cama, y parecía absorber la poca luz que había.

Lucía encendió la lámpara de noche. El interruptor crujía como hueso seco. Afuera, el viento arrastraba un murmullo constante, pero dentro... nada. No un reloj, no un motor, no un zumbido eléctrico. Solo silencio. Un silencio tan absoluto que parecía una presencia.

Esa noche, no durmió. La invadió una sensación de ser observada, incluso cuando cerraba los ojos. Se giró mil veces en la cama hasta que, al fin, el sueño la venció. Soñó con susurros ininteligibles, como si un coro de voces hablara desde dentro de las paredes. Vio una niña en un rincón, llorando con el rostro cubierto por el cabello. Luego, la niña levantaba la cabeza. No tenía ojos. Solo cavidades negras que goteaban.

Lucía despertó empapada en sudor. Fue al baño y, al pasar frente al espejo agrietado, notó que alguien había respirado sobre él: el vaho revelaba una figura humana, dibujada desde dentro, con una sonrisa abierta y enfermiza. Detrás de ella, otra figura.

Intentó abrir la puerta. Estaba cerrada. No con llave, no con cerrojo. Simplemente... no se abría. Como si el mundo al otro lado hubiera desaparecido.

Horas pasaron. El reloj de su teléfono había dejado de moverse. El espejo mostraba ahora tres figuras. Lucía giró en busca de una explicación racional, pero ya no había lugar para eso.

El cuarto comenzó a mutar. Las paredes crujían, los muebles se deslizaban solos. Las sábanas caían con lentitud antinatural. Un zumbido comenzó a llenar el aire. Bajo la cama, algo palpitaba. Un sonido húmedo, como carne viva agitándose contra la madera.

El espejo ya no reflejaba la habitación. Reflejaba otra. Una versión más oscura. Y en ella, Lucía no era la única. Había docenas de sombras. Algunas de niños, otras de ancianos. Todas quietas, todas observando. Todas sonriendo.

Cuando el recepcionista subió al día siguiente, la puerta estaba entornada. Dentro, la habitación estaba limpia. No había equipaje. No había rastro alguno de Lucía. El espejo, sin embargo, brillaba.

Y en él, cinco figuras.

Desde entonces, cuando el hotel está silencioso y la recepción vacía, los huéspedes a veces preguntan por "la habitación sin número".

El recepcionista simplemente les entrega una llave.

Y el espejo... espera.




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