Relatos cortos

Bajo el humo de napoles

La lluvia caía densa sobre los tejados de Nápoles, cubriendo los adoquines con un barniz de sombras líquidas. En el corazón de la ciudad, en el distrito de Forcella, se oía el eco de los pasos de quienes no querían ser escuchados. En ese rincón donde la ley se inclina ante la tradición, y el silencio es la única lengua permitida, comenzó una historia imposible: la de Luca Mancini y Aurora Bellini.

Luca era el hijo mayor del Don, el heredero del clan Mancini. Desde los doce años conocía la dureza de los pactos de sangre, el peso del apellido y el precio de cada lealtad comprada. A sus veintiocho, era temido y respetado, con una mirada que podía ordenar ejecuciones sin decir palabra. Nadie osaba cuestionarlo. Hasta que conoció a Aurora.

Aurora Bellini era hija de un fiscal antimafia, criada entre escoltas, libros de derecho y cafés fríos olvidados sobre tesis judiciales. Su mundo era el opuesto al de Luca. Ella creía en la ley, en la justicia, en la posibilidad de un país redimido. Lo conoció en una exposición de arte clandestina, organizada por una galería que funcionaba como fachada para el lavado de dinero. Ella había ido por curiosidad. Él, por negocios. Se cruzaron frente a un cuadro de Caravaggio, y el mundo, de repente, se volvió íntimo.

—La luz no existe sin sombra —dijo ella.

—Y la belleza nunca es inocente —respondió él.

Desde entonces, comenzaron a verse en secreto. Al principio fue juego, luego deseo, y más tarde, necesidad. Luca encontraba en ella algo que la familia nunca le había dado: redención. Y Aurora veía en él la grieta humana de un sistema que siempre creyó monolítico. Se citaban en el teatro abandonado de San Carlo, entre telones polvorientos y fantasmas de óperas pasadas. Allí, sin nombres ni apellidos, sin bandos ni venganzas, se amaban.

Con el tiempo, sus encuentros se volvieron más difíciles. El cerco de la policía sobre el clan Mancini se estrechaba, y la paranoia crecía entre los capos. Aurora empezó a notar que la seguían. Su padre, el fiscal Bellini, estaba cada vez más cerca de un hallazgo definitivo. Había un infiltrado dentro del clan, y pronto saldría a la luz.

—Tienes que detenerlo —le rogó Luca una noche—. Tu padre no entiende en qué fuego se está metiendo.

—¿Y tú? ¿Cuándo dejarás de alimentar ese fuego? —respondió Aurora con la voz quebrada.

La tensión estalló semanas después. El infiltrado fue descubierto y ejecutado. Entre sus pertenencias, se hallaron grabaciones y documentos que apuntaban directamente al despacho del fiscal Bellini. La represalia fue inminente. Don Salvatore Mancini, enfermo pero aún temido, no dudó.

—El Estado juega con reglas. Nosotros jugamos con consecuencias.

Luca intentó interceder. Fue la primera vez que se enfrentó a su padre. Discutieron a gritos, algo impensable en la casa Mancini. Pero el Don no cedió.

—Una mujer puede costarte la vida, pero no el honor de tu familia.

Aquella noche, Luca supo que su lealtad ya no era divisible.

La esperó en el teatro, bajo la lluvia. Aurora llegó con un abrigo gris y ojos firmes.

—Sabes que mi padre no se detendrá —dijo ella—. Y sé que tú tampoco.

Él no respondió. Solo la besó. Fue un beso de despedida, desesperado, feroz. Luego puso en su mano una llave.

—Estación Central. Taquilla 7. Hay pasajes a Marsella. Un nombre nuevo. Una vida sin pasado.

Aurora no lloró. Solo asintió. Y se fue.

A la mañana siguiente, el cuerpo del fiscal Bellini fue encontrado en su despacho. Sin señales de violencia. Un infarto, dijeron. Pero nadie en Nápoles creyó en casualidades.

Días después, una explosión sacudió el garaje de los Mancini. Fue un atentado. Algunos dicen que fue planeado por Luca como un acto final de traición contra su padre. Otros, que fue orquestado por el Estado. Lo cierto es que Don Salvatore murió esa noche, y el clan quedó sin cabeza.

Luca desapareció. Algunos dicen que murió. Otros, que cambió de rostro y vive entre libros en algún rincón del sur de Francia. Aurora, convertida en escritora, publicó años después una novela titulada “La ciudad sumergida”, donde una mujer y un mafioso se aman bajo la amenaza del deber.

Nadie supo si era ficción. Nadie preguntó.

Pero cada vez que llueve en Nápoles y las luces titilan en el teatro de San Carlo, alguien deja una rosa blanca en el viejo piano del escenario.

Dicen que es el eco de un amor que ni la mafia pudo enterrar.




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