Relatos cortos

El Jardín de los Espinos

Cuando Olivia conoció a Mauro, fue como si todo en su vida cobrara sentido. Tenía veintisiete años y una carrera prometedora como ilustradora freelance. Él, arquitecto de sonrisa afilada y voz que parecía compuesta de humo y secretos, llegó a su mundo como un incendio que no pedía permiso.

Se conocieron en la inauguración de una galería de arte en el centro. Ella exponía una serie de bocetos en grafito; él estaba allí por cortesía, acompañando a un amigo. Mauro no sabía distinguir una acuarela de un óleo, pero supo desde el primer momento que quería saberlo todo de Olivia. No porque le interesara el arte, sino porque sintió —como un lobo que huele sangre— que ella era blanda por dentro. Vulnerable.

Los primeros meses fueron puro delirio. Mauro era intensidad: le escribía a las tres de la mañana para decirle que soñaba con su olor, que la deseaba con una desesperación que rozaba el dolor. Olivia, que llevaba años acostumbrada a relaciones tibias, se sintió elegida, amada con una ferocidad que parecía sacada de una novela rusa. Y esa sensación, embriagadora, se le metió en los huesos.

Pero la intensidad no tardó en mostrar sus colmillos. Mauro empezó a hacer preguntas:
—¿Quién te escribió anoche a esa hora?
—¿Por qué sigues a ese tipo en Instagram?
—¿Realmente vas a salir con esas amigas que se la pasan coqueteando con todos?

Primero lo dijo entre risas, luego como reproches y, más adelante, como acusaciones. Olivia intentó razonar, pero cada intento se convertía en un juicio, una batalla donde siempre perdía. Poco a poco, fue cediendo. Dejó de vestirse como solía, cerró su cuenta de redes sociales, redujo sus salidas. Mauro decía que era por amor, que no podía soportar la idea de perderla. Que todo lo hacía por ella.

Olivia, en silencio, comenzó a apagarse.

Sus dibujos, antes llenos de color y trazos orgánicos, se volvieron oscuros y repetitivos. Bocetos de mujeres enredadas en zarzas, miradas vacías, manos que se estiraban pidiendo ayuda. A sus amigos les decía que estaba bien, solo un poco cansada, que trabajar desde casa la tenía estresada. Mentía con la precisión de quien ha aprendido a sobrevivir.

Una tarde, mientras cenaban, Mauro le preguntó si le gustaba otro hombre. Olivia, confundida, negó con firmeza. Él la miró largo rato, luego le arrojó un vaso contra la pared. El sonido del cristal quebrándose no fue lo peor, sino el silencio posterior. Un silencio lleno de expectativa, como si esperara que ella llorara, que gritara, que le suplicara perdón.

Pero no lo hizo.

Esa noche durmieron espalda contra espalda. Olivia, sin embargo, no durmió. Algo se había roto, sí, pero no era la copa de vino. Era el hechizo. El encanto de sentirse amada se le cayó como una máscara húmeda. Y detrás de esa máscara, solo había miedo.

Pasaron semanas antes de que se atreviera a actuar. Mauro, tras el episodio, se mostró más dulce que nunca. Le llevó flores, le escribió cartas, incluso le propuso irse juntos de viaje. Decía que cambiaría, que estaba haciendo terapia, que no podía vivir sin ella. Y Olivia lo miraba, a veces con ternura, a veces con lástima. Pero ya no con ilusión.

Una madrugada, cuando Mauro dormía profundamente, ella tomó su cuaderno de dibujos, su computadora y un bolso con lo esencial. Bajó las escaleras del departamento en silencio y se marchó. Dejó una nota breve: "Me voy porque me amo. Porque ya no me reconozco. Porque el amor no debería doler así."

Durante meses no supo si hizo bien. Lloró en camas ajenas, en sillones prestados, en estaciones de bus. Se sintió culpable por dejarlo, por haberlo amado, por no haber escapado antes. Pero cada día, un poco, respiraba mejor.

Con el tiempo, Olivia volvió a pintar. Esta vez con colores nuevos. En sus lienzos aparecieron mujeres de pie entre los escombros, con cicatrices visibles pero miradas firmes. Aprendió a perdonarse, a reconocerse fuera del reflejo distorsionado que Mauro le había ofrecido.

Porque el amor, entendió finalmente, no era un incendio. Era un jardín. Y los espinos, por muy bellos que parecieran, no eran hogar.




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