Relatos cortos

La cena familiar del siglo

Todo empezó con un mensaje de WhatsApp.

Grupo: LOS PÉREZ 💥💥 UNIDOS Y PELIGROSOS
Abuela Lourdes: “Este sábado a las 20 hs hacemos la cena anual. Traigan ganas de comer y de no pelearse (¡porfa!). Confirmar asistencia 😘”

Ese fue el anuncio oficial del Apocalipsis.
Yo, Martín Pérez, diseñador gráfico freelance con tolerancia limitada al caos humano, sabía que no tenía escapatoria. La cena familiar no era un evento: era una institución. Una especie de ritual donde se mezclaban comida, reproches y teorías conspirativas, todo bajo una falsa atmósfera de cordialidad.

Pasé los tres días previos preparando mi mente y estómago. Vi videos tipo “Cómo sobrevivir a reuniones familiares sin herir sensibilidades (ni ser herido)”, leí artículos de autoayuda con títulos como Respira hondo y no respondas, y me armé con respuestas tipo comodín para esquivar preguntas incómodas:
—¿Pareja?
—Ahí, viendo qué onda.
—¿Trabajo estable?
—Muy dinámico, gracias.
—¿Y los hijos?
—¡Ja, ja! Qué bueno verte.

Llegué puntual, por algún instinto de supervivencia mal entendido. La casa de la abuela ya estaba llena: olor a carne al horno, voces superpuestas, y esa humedad emocional que solo se condensa entre gente que se quiere y se saca de quicio con la misma facilidad.

Mi tío Ernesto fue el primero en interceptarme, vaso de vino en mano y abrazo sudoroso asegurado.

—¿Trajiste la mayonesa? Dijiste que ibas a traer mayonesa.

—¿Yo?

—Sí, vos. Lo hablaste con tu madre en marzo.

—Estamos en noviembre.

—Y la palabra dada es sagrada, nene.

Logré escabullirme y entré al living. Ahí estaban todos, como piezas de un rompecabezas que no encaja pero insiste en armarse cada año.

Mi madre, con su eterno olor a perfume caro y juicio no verbal. Mi padre, ya opinando sobre política internacional con mi abuelo, aunque ambos siguen creyendo que la OTAN es una marca de fertilizante. Mi hermana Laura, madre reciente y exhausta, con el pequeño Gabriel babeando la mesa mientras su marido buscaba señal para subir la selfie familiar con filtro de koala.

Y claro, la tía Mirta.
Vestido fucsia. Labios rojo furia. Energía de gurú místico frustrado.

—¿Sabían que los mosquitos están manipulados por la industria farmacéutica para hacernos comprar repelente? —anunció con tono solemne, justo cuando servían la picada.

—No, pero contá más —dijo mi primo Mateo, el libertario, que ya había empezado a argumentar sobre el libre mercado en voz alta mientras se servía queso de cabra sin permiso.

Y así, sin transición, llegó el momento de sentarnos a cenar. Mi abuela, como siempre, intentó una bendición improvisada —pese a declararse agnóstica— y entre oraciones, suspiros y cucharas descontroladas, empezó el banquete.

Fue ahí cuando cometí el error: dejar que la abuela me sirviera.

—¿Te serví poco, no? Estás más flaco que el año pasado. ¿Estás comiendo? ¿Estás bien?

—Estoy perfecto, abuela.

—¿Seguro? ¿No será el colon? ¿O el estrés? ¿Tenés estrés? ¿O es que sos...?

—¿Sos qué?

—¿Sos homosexual?

—¡Abuela!

—No me molesta, eh. Yo soy moderna. Lo que digo es que si sos, ¡está todo bien! Pero avisá. Así dejo de presentarte amigas de la tía.

—Estoy bien, gracias. Solo no tengo tiempo para citas.

—¿Y qué hacés con tanto tiempo libre entonces? ¿Diseñás dibujitos?

—¡Es diseño gráfico, abuela!

—Bueno, eso.

Mientras tragaba aire como postre anticipado, mi primo el coach aprovechó el silencio incómodo para meter su charla motivacional.

—Yo ahora me levanto a las 4 de la mañana todos los días. Medito, corro, hago yoga y afirmaciones frente al espejo. ¡Hay que dominar la mente!

—¿Y dormir? —pregunté.

—Dormir es para los débiles.

—Y para los funcionales.

El bebé vomitó sobre la mesa justo cuando el flan entraba en escena. La mesa se dividió entre los que gritaban “¡¡El bebé está mal!!” y los que seguían comiendo como si nada.

—Es solo leche cortada —dijo el abuelo mientras se servía una porción de flan con una cuchara manchada.

Fue en ese momento cuando mi tío Ernesto decidió tocar el tema tabú del año: la herencia de la tía Ofelia. Tres generaciones se paralizaron.

—Yo lo único que digo es que la casa estaba prometida a mí, eso lo sabemos todos. Lo dijo Ofelia en vida. En vida, ¡carajo!

—¿Tenés pruebas? —preguntó mi madre.

—Tengo memoria. ¿Eso no vale?

El coach anotaba frases como “La memoria no se hereda, se entrena” para su próximo reel de Instagram. Mientras tanto, la tía Mirta aprovechaba el caos para repartir folletos sobre “medicina cuántica vegana”, y mi padre comenzó a corear el himno solo para imponer orden.

—¡¿AL GRAN PUEBLO ARGENTINO SALUD?! ¡DALE, TODOS!

Salí al patio. Respiré hondo. Consideré mudarme a Mongolia. Al rato, me siguió mi hermana.

—¿Querés flan?

—¿Sin vómito?

—Dudoso.

Reímos. Porque a pesar de todo —las teorías locas, los gritos, el vino derramado y los chismes venenosos— había algo profundamente reconfortante en ese caos cíclico y multigeneracional. Algo que ni la terapia podía arrancar del todo.

Volvimos adentro para la infame “foto familiar”. Todos apretujados. Ojos cerrados. Gabriel en modo vómito otra vez.

—¡Cheese! —gritó la tía Mirta, y en su mente probablemente decía “Queso cósmico”.

Click.

Y ahí quedamos inmortalizados. Como cada año.
Los Pérez: Unidos, peligrosos y perfectamente disfuncionales.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.