La idea brillante de mamá
Todo comenzó una tarde cualquiera, cuando mamá pronunció las palabras más peligrosas del idioma español:
—¡Este año vamos todos juntos de vacaciones!
Silencio. Luego, papá tragó saliva con el dramatismo de quien se acaba de enterar de que el Titanic no tenía suficientes botes. Mi hermana Clara, adolescente en huelga perpetua contra la existencia, soltó un bufido. Y yo, Matías Gómez, me atraganté con el mate.
—¿A dónde, mamá?
—A una cabaña en el sur. Naturaleza, aire puro, sin pantallas. ¡Lo que necesitamos para reconectar!
Era la frase más desconectada de la realidad que había escuchado. Pero ya era tarde. Cuando mamá dice “vamos todos”, es más decreto que sugerencia.
. Preparativos (o cómo embalar el caos)
Empacar para una familia de cinco es como intentar meter un elefante en una mochila. Incluyendo al abuelo, que insistió en llevar su “kit de supervivencia” que incluía: tres latas de duraznos, una linterna sin pilas y una bufanda del Mundial ‘78.
—Por si nos ataca un oso —explicó, acomodando una silla plegable encima del auto.
—Abuelo, vamos al sur argentino. No a Alaska.
—Justamente. ¡Los osos patagónicos son más resentidos!
Mamá empacó tanta ropa que el baúl cerró con cinta aisladora. Clara empacó solo maquillaje y una remera que decía “No quiero estar aquí”. Yo llevé libros que no iba a leer y esperanzas que no iban a sobrevivir el viaje.
. La ruta (versión extendida, sin director’s cut)
Siete horas en auto con el abuelo cantando zambas, Clara con auriculares a todo volumen, papá puteando al GPS que nos mandaba por caminos de cabras y mamá ofreciendo galletitas cada quince minutos “para mantener el ánimo”.
Paramos en una estación de servicio donde el baño era una especie de escape room: si entrabas, tenías que resolver un acertijo para salir. Papá casi se muda ahí. Clara se negó a tocar “cosas públicas”. Yo encontré una heladera que vendía alfajores vencidos desde 2021. Compré tres. Nostalgia.
Al llegar, la cabaña no era como en las fotos. Para empezar, no tenía techo completo, solo “estructura abierta al cielo”. Lo cual, en pleno otoño, se traducía como “vas a dormir con gorro”.
—Es rústico —dijo mamá, todavía optimista.
—Es precario —dijo papá, revisando si tenía señal (no).
—Es deprimente —dijo Clara, intentando subir una historia a Instagram sin éxito.
—¡Es perfecto! —gritó el abuelo, ya encendiendo fuego en una parrilla inexistente.
. Día uno: Naturaleza 1 – Humanos 0
Mamá había organizado actividades: caminatas, yoga al amanecer y meditación grupal. Lo único que meditamos fue cómo sobrevivir sin Wi-Fi.
Intentamos caminar por un sendero. A los cinco minutos, papá se torció el tobillo, Clara pisó bosta de vaca, el abuelo se perdió siguiendo “un zorro parlante” (textual), y yo fui picado por algo que, según la enciclopedia, “podría ser mortal o totalmente inofensivo”.
Volvimos a la cabaña en silencio, como si hubiéramos presenciado una tragedia histórica. Mamá sacó cartas.
—Vamos a jugar “el juego de la verdad”. Cada uno dice algo sincero.
—Estoy considerando emanciparme —dijo Clara.
—Me arrepiento de haber vendido el Renault 12 —dijo papá, en voz baja.
—Yo una vez escondí un alfajor en el bidet y me lo comí igual —dije yo, sintiendo que debía contribuir.
El abuelo se quedó dormido en mitad de su confesión (“Y entonces la mujer me dice que en Siberia las focas…”). Y mamá dijo:
—Esto es hermoso.
. Día dos: La lluvia eterna
Llovió. Llovió como si Dios tuviera un grifo abierto y se hubiera ido de vacaciones a otro planeta. La cabaña comenzó a filtrar por el techo “abierto al cielo”, y el abuelo, lejos de preocuparse, sacó un balde y se puso a hacer rimas:
—Si el techo se cae, que caiga de a poco, si llueve tan fuerte, me mojo y me toco.
Nadie entendió. Tampoco preguntamos.
Mamá organizó un karaoke. Pero la única música que teníamos era un CD de “Los Chalchaleros en vivo desde 1982”. Después de tres temas, el aparato se rompió. Papá lo intentó arreglar con cinta y una cucharita. No funcionó. Clara empezó a hablar sola. Yo dibujé caricaturas de toda la familia. Cuando le mostré la de mamá, dijo que parecía una “versión triste de Mafalda”. La guardé igual.
. Día tres: Crisis existencial y termotanque asesino
Papá se bañó con agua helada por error y salió con cara de haber sobrevivido a un atentado.
—¡Ese termotanque está poseído!
El abuelo quiso purificarlo con agua bendita (que en realidad era vino blanco). El termotanque empezó a gotear misteriosamente. Clara, mientras tanto, intentaba contactar con la civilización poniéndose de pie sobre una silla con el celular levantado como antorcha olímpica.
—¡Una rayita! —gritó.
Todos corrimos. Tropiezo general. Mamá se golpeó con la puerta, papá cayó sobre el perro de un vecino (que no teníamos, pero apareció), y el abuelo terminó debajo de una mesa sin notar la diferencia.
La rayita se fue. Como nuestra dignidad.
. La caminata obligada (o el motín)
Mamá, como en todo relato de horror, seguía creyendo que lo importante era “la actitud”.
—Hoy vamos a hacer una caminata en silencio. Para escucharnos a nosotros mismos.
Después de quince minutos de silencio obligatorio:
—Estoy escuchando mi odio —dijo Clara.
—Yo me escucho refunfuñar —agregó papá.
—Yo me escucho tirarme un gas —comentó el abuelo, sin rubor.
Volvimos sin decir palabra. El silencio se convirtió en nuestra forma más sincera de protesta.
. La cena final y el desastre finalísimo
Última noche. Mamá quiso cerrar con broche de oro.
—Vamos a cocinar juntos. Algo típico.
—¿Un guiso? —preguntó papá.
—¡Una paella vegetariana!
Silencio. Clara casi se desmaya. Papá fingió ataque de hipo. El abuelo intentó arrancar hacia la parrilla de un vecino inexistente.