Relatos cortos

El cuarto del último piso

Cuando Camila aceptó el puesto de archivista en la biblioteca de la Universidad de San Eustaquio, pensó que estaba cumpliendo su sueño: un lugar silencioso, cargado de historia, entre estanterías polvorientas y manuscritos olvidados. Lo que no sabía era que, en algún punto del edificio, la historia se estaba escribiendo sola. Y que alguien —o algo— estaba esperando ser leído.

El edificio tenía cuatro plantas, aunque la cuarta no figuraba en los planos. Era una especie de entrepiso oculto, al que solo se podía acceder por una escalera de servicio con un candado herrumbroso. La directora de la biblioteca, la señora Lozano, le advirtió:

—Ahí no se guarda nada útil. Solo papeles viejos, basura de otras décadas. No pierdas el tiempo.

Camila, curiosa por naturaleza, le sonrió con cortesía. Pero esa noche, al ordenar una serie de legajos, encontró un documento sin fecha ni autor que decía simplemente:

> “El que abre la puerta, debe recordar cerrarla.”

El papel olía a humedad antigua. A encierro.

Los primeros días fueron tranquilos. Camila catalogaba, restauraba, escaneaba. Pero algo en ella empezó a cambiar. No dormía bien. Soñaba con escaleras infinitas, puertas entreabiertas y susurros detrás de las paredes.

Una tarde, se animó a preguntar:

—¿Quién tenía la oficina en el último piso?

La señora Lozano la miró fijo, como si hubiera preguntado por un muerto.

—Nadie. Es un depósito.

—Pero hay un escritorio. Lo vi en una ficha antigua.

—Te equivocás.

Y le cerró la carpeta con una violencia innecesaria. Camila se fue, pero la pregunta le siguió zumbando como un mosquito invisible.

Empezó a revisar archivos sin permiso. Fotografías antiguas. Planos del edificio. Había registros hasta de la pintura de las paredes. Pero siempre, siempre, el cuarto piso estaba borrado. Tachado. Censurado.

Hasta que encontró una foto olvidada entre dos libros de derecho canónico. Una imagen en sepia. Una mujer frente a un ventanal. Y detrás, el marco de una puerta… con el número 404.

El viernes por la noche, cuando todos se habían ido, Camila fue hasta la escalera de servicio. El candado colgaba, oxidado. No necesitó fuerza: se abrió con un solo toque, como si esperara que alguien volviera.

La escalera crujió como si respirara. Subió. Uno, dos, tres... hasta el cuarto piso. El pasillo era estrecho, apenas iluminado por una claraboya mugrosa. Al final, la puerta: 404. La pintura descascarada, la manija cubierta de polvo.

Giró el picaporte.

Entró.

El cuarto estaba intacto. Escritorio, silla, estanterías. Una lámpara de pie que parpadeó al verla. Una alfombra manchada. Un ventanal que daba a un cielo gris.

Y una libreta sobre el escritorio, abierta por la mitad.

> “Si estás leyendo esto, no cierres la puerta.”

Pero ya era tarde. El viento, o algo más, la había cerrado tras ella. Y no tenía picaporte del lado de adentro.

Camila golpeó la puerta. Nada. Golpeó más fuerte. Silencio. No había señal en su celular. La lámpara parpadeaba, y con cada destello parecía que el cuarto cambiaba de forma. El escritorio se alejaba. La alfombra se hinchaba como si respirara. El aire olía a moho, a sangre vieja, a encierro.

Se sentó. Respiró hondo. Abrió la libreta.

Páginas escritas con tinta corrida. Fragmentos. Nombres. Fechas que no existían.

> “Día 7: El espejo ya no refleja mis gestos.”

> “Día 12: Escucho pasos cuando no hay nadie.”

> “Día 18: Si alguien entra, que no me imite. Que no hable como yo.”

Camila se puso de pie. Fue hacia el espejo del fondo. Y lo vio: su reflejo… no era ella. Imitaba sus movimientos, pero con un retraso mínimo. Apenas perceptible. Hasta que sonrió. Una sonrisa que ella no había hecho.

Retrocedió. El reflejo no. Se quedó allí, mirándola, con los ojos vacíos.

La habitación comenzó a susurrar. Las paredes, el suelo, la lámpara. Frases inconexas, como murmullos de radio. “Cierra… sigue… no vuelvas…”. Camila se tapó los oídos. Se acurrucó en un rincón.

Pasaron minutos. O horas. No lo sabía. El tiempo allí no era normal.

Al abrir los ojos, la puerta estaba entreabierta. Salió corriendo, bajó las escaleras sin mirar atrás. Al llegar a la planta baja, chocó con la señora Lozano.

—¿Dónde estuviste? —preguntó, con voz tensa.

—¡Arriba! ¡El cuarto! ¡La libreta!

La directora palideció.

—Ese cuarto fue sellado hace cuarenta años. Nadie sube. Nadie puede.

Camila quiso hablar. Pero su voz sonó distinta. Un tono ligeramente más grave. Como si viniera… de otra parte.

Días después, Camila volvió a trabajar. Pero algo había cambiado. Las personas la saludaban con cautela. Decían que su voz era más fría. Que no parpadeaba al hablar. Su reflejo seguía sonriendo cuando ella no lo hacía.

La señora Lozano fue encontrada muerta en su oficina. Un ataque cardíaco, dijeron. Pero su cuerpo estaba cubierto de papeles. Todos decían lo mismo, escrito con caligrafía infantil:

> “Yo cerré la puerta.”

Camila renunció. O eso dijo. Pero algunos la vieron merodear por la biblioteca días después. Mirando el ascensor. Susurrando a los pasillos.

Y otros aseguran que si vas de noche al edificio, hay una luz encendida en el cuarto piso. Que alguien está ahí. Escribiendo. Esperando.

Epílogo: Archivo 404

Una nueva archivista fue contratada. Rebeca, joven, entusiasta. En su segundo día, encontró un documento sin firma:

> “El que abre la puerta, debe recordar cerrarla.”

Y arriba, una nota manuscrita:

> “No soy yo la que volvió. Soy lo que quedó cuando se fue.”

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Nota de la autora***

Holaaa como están? Solo paso por aqui a decirles, que si les gustan los relatos no olviden dejar sus estrellitas ⭐ me ayudarían muchísimo, mil gracias por leer ❤️




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