Camila conoció a Joaquín en primavera. De esas primaveras en las que el aire se siente más tibio, los colores más brillantes, y el futuro parece no tener final. Ella tenía diecisiete, él dieciocho. Se encontraron por casualidad en una librería de barrio, los dos buscando el mismo libro sin saberlo: El Principito. Él lo dejó primero, con una sonrisa.
—Es tuyo. Pero solo si prometés que me lo devolvés con una nota dentro.
Ella, divertida y encantada, aceptó. Volvió a la semana, no con una nota, sino con una lista de preguntas y una invitación a tomar un helado. Desde entonces, todo fue una secuencia de descubrimientos. Su mundo, el de él, y el nuevo que construyeron juntos.
Una tarde, sentados en el muelle, Camila le dijo:
—¿Me prometés algo?
—Lo que quieras.
—Si algún día alguno de nosotros ya no está, ¿nos cuidaremos desde donde sea que estemos?
Joaquín sonrió, y sin saber que estaba haciendo un pacto con la eternidad, respondió:
—Te juro que siempre voy a ser tu ángel.
Estuvieron juntos tres años. Nadie los entendía del todo: ella tan sensible, él tan impulsivo. Se peleaban seguido, pero siempre volvían a encontrarse como si el resto del mundo se desvaneciera.
Camila estudiaba literatura, Joaquín arquitectura. Tenían planes. Una casa pequeña en el campo. Un perro. Libros en todas las paredes. Música sonando mientras desayunaban sin apuro.
—Cuando sea arquitecto voy a construirte una casa —le decía él—. Con ventanas inmensas para que entre el sol y puedas escribir todo lo que quieras.
Ella se reía.
—Solo si la pintás de azul cielo.
—Azul cielo y jazmínes, un jardín entero de ellos.
En su última foto juntos, estaban bajo un árbol, ella riendo con la cabeza sobre su hombro, y él mirándola como si la vida entera estuviera ahí, entre sus pestañas.
Todo cambió una madrugada de agosto. Joaquín salió en moto rumbo a casa después de estudiar. La ruta estaba mojada. Un camión mal estacionado. Un segundo. Un crujido de metal. Y silencio.
Camila se despertó sobresaltada. Sintió un frío súbito, como si alguien hubiese soplado desde otra dimensión. A las 22:12 am. Esa misma hora marcaba el reporte policial.
La llamada llegó una hora después. Nadie puede explicarle a alguien que acaba de perder a su otra mitad. Camila no gritó. No lloró. Solo preguntó:
—¿Estaba solo?
—Sí —dijeron—. Murió en el acto.
Ella colgó. Se tapó con la manta. Se acurrucó. Y entonces lloró. Lloró por horas, por días, por todo lo que no iba a ser. Por los libros que no leerían. Por los desayunos que no tendrían. Por el azul cielo que nunca pintarían juntos.
Las primeras semanas fueron oscuras. Camila no quería salir, ni comer, ni hablar. Escuchaba su voz en todos lados. En las canciones. En el viento. En los pasos que no eran. En el reflejo de una vidriera donde juró verlo caminando hacia ella.
Una tarde, cuando por fin se animó a abrir la ventana de su cuarto, encontró sobre el alféizar una pluma blanca. Delicada. Inmóvil. Supo que no era casualidad.
Ese mismo día, recibió por correo un sobre sin remitente. Dentro: un dibujo de una casa, azul cielo, con ventanas grandes y jazmines pintados. La letra, inconfundible: la de Joaquín. Había quedado en el estudio. Lo había mandado por correo antes del accidente, como sorpresa para su cumpleaños, que estaba por venir.
Camila tembló. Lloró. Y por primera vez, sintió algo más allá del dolor: una certeza leve, pero firme, de que él seguía ahí. Que la estaba cuidando. Cumpliendo su promesa.
El duelo no fue una línea recta. Había días de calma, y otros donde todo la arrasaba. Soñaba con él. A veces, eran sueños dulces. A veces, horribles.
Una noche soñó que él la llamaba desde el fondo de un lago. Le pedía que no se olvidara de reír. Que no lo llorara más. Que viviera. Camila se despertó ahogada en lágrimas.
En el cuaderno donde escribía, anotó:
> “Te fuiste. Pero quedaste en el aire. En cada cosa buena que me pasa, siento que tenés algo que ver. Sos mi ángel. No como en los libros. No con alas ni milagros. Sino como una presencia sutil. Como un pensamiento hermoso que no se va.”
Un año después, Camila decidió mudarse. Se fue a un pueblo costero, donde daba talleres de lectura a niños y escribía en las mañanas. No buscaba olvidar, sino hacer espacio para la vida.
Los lugareños la querían. Ella contaba cuentos, recomendaba libros, y en sus ojos todavía había tristeza, pero también luz.
Una noche de tormenta, una nena de siete años que asistía a sus talleres le preguntó:
—¿Creés en los ángeles, Cami?
Ella dudó. Luego sonrió con ternura.
—Sí. Pero no son como los dibujan. A veces son solo personas que ya no están, pero que no se van del todo.
La niña asintió, como si ya lo supiera. Como si Joaquín le hubiera contado.
Una tarde de marzo, Camila caminaba por la playa. La marea baja había dejado conchas, algas, restos de botellas. Y una figura solitaria a lo lejos, sentada sobre una roca. Era un hombre joven. De espaldas. El corazón de Camila se apretó. Por un momento, su mente quiso creer lo imposible.
Cuando se acercó, él se giró. No era Joaquín. Pero tenía su sonrisa. Una sonrisa distinta, y a la vez, familiar. Se saludaron con un gesto. No hablaron. Solo compartieron la vista del mar, como dos extraños que se entienden sin palabras.
Al irse, él le ofreció algo que había recogido del agua: una pequeña piedra con forma de corazón. Y dijo:
—A veces el mar devuelve lo que creemos perdido.
Camila sonrió, agradeció, y caminó de regreso con la piedra apretada en la mano.
Años después, Camila publicó su primera novela. Dedicada “a quien me cuidó desde el cielo, y desde cada parte de mi vida.” Se volvió referente en temas de duelo, resiliencia y amor eterno.
Nunca volvió a enamorarse como lo hizo de Joaquín. Pero aprendió a amar el recuerdo sin que duela como antes. A encontrarlo en las cosas simples. En las plumas. En los jazmines. En los silencios que la acompañaban.