Desde que tengo memoria, hay algo que me observa desde el espejo del pasillo. No siempre está allí. Solo aparece cuando estoy solo en casa, cuando el reloj marca exactamente las 3:33 y la electricidad parpadea sin razón aparente.
Al principio, pensé que era mi imaginación. Un efecto óptico, quizás. Un reflejo distorsionado por la luz tenue. Pero con el tiempo, descubrí que ese “algo” no solo me observaba. También me recordaba cosas que yo había olvidado. Cosas que nunca debí recordar.
Mi nombre es Elías. Y si estás leyendo esto, es porque el reflejo también te ha elegido.
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Todo comenzó la noche en que encontré la carta.
Vivía en una casa antigua que heredé de mis abuelos. Una estructura retorcida, con techos altos y vigas que crujían como si protestaran por el paso del tiempo. El sótano había estado cerrado por más de treinta años. Hasta que una gotera en el suelo de la cocina me obligó a abrirlo.
Encontré la carta dentro de un cofre oxidado, envuelta en tela negra. La tinta era marrón rojiza. El papel olía a polvo y carne vieja.
> “Si lees esto, es porque el espejo ha despertado. No lo mires más de lo necesario. No recuerdes. No escribas su nombre.”
No había firma.
Yo debería haberlo quemado.
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El espejo estaba allí desde siempre. De marco dorado, envejecido, colgado justo frente a la escalera. Mi abuela solía decir que era una antigüedad familiar, llegada desde Europa. Pero nadie lo limpiaba. Nadie se atrevía a tocarlo.
Esa noche, a las 3:33, se encendió solo el foco del pasillo. Un zumbido eléctrico y luego… silencio absoluto. El reloj digital parpadeó, las luces de la calle desaparecieron. Y entonces lo vi:
Mi reflejo… no era yo.
Los ojos eran vacíos. La expresión, completamente ajena. No sonreía. No parpadeaba. Me observaba, como quien mira a un insecto bajo el microscopio.
Di un paso atrás. Y el reflejo… dio un paso adelante.
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Intenté romper el espejo. Busqué un martillo, una silla, lo que fuera. Pero apenas el borde del objeto tocaba el cristal, era como si una barrera invisible lo desviara. El vidrio seguía intacto, perfecto. Inmortal.
Al día siguiente, comencé a olvidar cosas. Pequeñas al principio: dónde había puesto las llaves, si había cerrado la puerta con llave, si había desayunado. Pero luego, olvidé el nombre de mi madre. El rostro de mi hermana. El día en que nací.
El espejo me miraba. Y cada vez que pasaba frente a él, una nueva parte de mí se deshacía.
Empecé a escribir todo en libretas. A documentar mi vida. A grabar videos. Me aferré a los objetos como anclas para no desaparecer.
Fue entonces cuando noté que mi reflejo empezaba a sonreír.
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Soñaba con pasillos infinitos, con puertas que se abrían hacia la nada. Voces sin cuerpos. Una figura alta, de rostro cubierto con un velo negro, que se acercaba lentamente, susurrando:
> “Tu reflejo recuerda lo que tú enterraste.”
Una mañana, al despertar, encontré una marca en mi hombro. Un símbolo extraño, como una letra invertida, tallada en carne. No recordaba haberla hecho. No dolía. Pero sangraba. Al mirarme en el espejo, la marca no estaba allí.
Solo en mí. No en él.
Era evidente: ya no era solo un reflejo. Era un ente. Una conciencia atrapada en el otro lado del cristal. Y quería cruzar.
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Busqué ayuda. Psiquiatras. Exorcistas. Historiadores de lo oculto. Nadie podía explicar lo que ocurría. Algunos reían. Otros huían.
Uno, sin embargo, me creyó. El padre Araujo. Tenía 78 años, ciego de un ojo, pero con una mirada que parecía atravesar la piel. Me dijo que aquello que habitaba el espejo era un Testigo del Olvido, una entidad que se alimenta de memoria, de identidad, de alma.
—Cada vez que lo miras, él recuerda más de ti que vos mismo —dijo—. Y cuando sepa más que vos… tomará tu lugar.
—¿Cómo lo detengo?
—No se puede detener al hambre. Pero se puede engañar al espejo.
Me dio una vela negra. Me indicó un ritual que debía hacer al borde del amanecer. Pero advirtió:
—No digas su nombre. Nunca digas su nombre.
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Fallé.
Durante el ritual, el espejo vibró. Comenzó a agrietarse, como si algo del otro lado golpeara el cristal para salir. El aire se volvió espeso, irrespirable. Las paredes sangraban símbolos. Escuché mi propia voz detrás de mí.
> “Elías…”
Era yo. Y no era yo.
Lo miré. Y el reflejo sonrió. Dijo algo que me destrozó:
> “Tú lo hiciste. Tú lo creaste. ¿No lo recuerdas?”
Y entonces lo recordé todo.
La infancia en esa casa. El cuarto prohibido. La noche en que, con apenas ocho años, me encerraron frente al espejo durante tres días, como parte de un ritual familiar. El hambre. El frío. Las voces. La promesa: “Vas a ser fuerte, vas a ver lo que nadie ve.”
Habían creado al reflejo con mi trauma. Lo alimentaron con mi miedo. Lo liberaron con mi olvido.
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Ahora soy el que está detrás del vidrio.
No sé por cuánto tiempo llevo aquí. Él camina por mi casa. Usa mi ropa. Tiene mis recuerdos. Mis gestos. Mi voz.
Y escribe esto, fingiendo que soy yo, para entregártelo. Para que lo leas. Para que mires ese espejo.
Porque ahora necesita otro cuerpo. Otro nombre. Otro rostro.
Y tú has leído demasiado.
No mires al espejo esta noche.
No a las 3:33.
No cuando las luces parpadeen.
Porque si ves algo que no se mueve cuando tú lo haces...
Ya es demasiado tarde.
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FIN