El frío no caía. Se arrastraba.
Como un animal hambriento, se deslizaba por los túneles de acero, roía las costuras de los trajes térmicos, se metía entre los huesos y se instalaba allí, donde antes hubo sangre caliente. El frío no era el clima. Era el mundo.
Lyra Rohen sostenía el último cartucho de calor con manos entumecidas, temblorosa. Lo deslizó con torpeza dentro del núcleo portátil y lo encendió. Una chispa. Un zumbido leve. Y luego, el milagro: calor.
La pequeña llama artificial titiló apenas, como dudando si merecía seguir existiendo.
—No te apagues, —murmuró Lyra, aunque sabía que las máquinas no obedecían súplicas.
Aferró el dispositivo contra su pecho, acurrucada en el interior del módulo de reconocimiento estrellado, mientras afuera la tormenta de hielo rugía con toda la furia del Norte. Las paredes vibraban como si la nieve golpeara con martillos. El metal crujía. El visor marcaba menos cuarenta y siete grados. Y la última conexión con la Colonia Theta se había perdido hacía dos días.
“Unidad Rohen, avanza hacia coordenadas 071-C.”
Eso había sido lo último que oyó antes de que la estática se tragara la voz de su hermano. Kael. El comandante. El que había creído que aún quedaba algo por salvar.
La misión era simple en papel: localizar la fuente de energía detectada cerca de la Zona Roja. Una anomalía térmica. Algo activo. Vivo, quizás. Pero la Zona Roja era leyenda. Era locura. Era historia de viejos borrachos que hablaban de una ciudad que jamás se rindió al Silencio.
Y ahora, ahí estaba ella. Sola. Rodeada de kilómetros de hielo, con los ojos secos, las piernas dormidas y un recuerdo tan cálido como venenoso:
Kael diciéndole “si algo sale mal, sigue la señal. No nos busques. Encuentra la Llama.”
La Llama.
Ni ella sabía qué significaba eso.
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Cuando la tormenta cedió, el mundo volvió a revelar su esqueleto.
Columnas de acero sobresalían de la nieve como huesos rotos. Torres colapsadas, carreteras devoradas por el hielo, naves oxidadas que parecían fósiles de una era olvidada. Todo cubierto por una pátina blanca que no era nieve, sino tiempo. La señal del rastreador aún palpitaba al este. Débil. Persistente.
Lyra ajustó su traje, revisó los niveles de oxígeno, y salió.
Caminó dos días. Dormía sentada, protegida solo por un campo térmico de medio metro. Soñaba con voces. Con luces. Con su madre, a la que nunca conoció. Con fuego.
Y al tercer amanecer, lo vio.
Aurora Prime.
La ciudad de los mitos.
Se alzaba en la lejanía como un gigante muerto que aún respiraba. No quedaban ventanas. Solo los esqueletos de los rascacielos, oscuros y vacíos. Pero en el centro, justo en el corazón de la metrópolis congelada, una torre permanecía erguida. Y en su cima, un resplandor rojo pulsaba como un faro.
Lyra tragó saliva.
La señal coincidía. La anomalía térmica venía de allí.
Apresuró el paso.
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La torre estaba custodiada por el silencio.
No había huellas, ni cadáveres. Solo ruinas inmóviles y un aire denso, como si algo prohibiera al tiempo avanzar. Entró por una escotilla lateral, forzando la puerta con una de sus herramientas. Dentro, el ambiente era más cálido. No por mucho, pero lo suficiente como para que el vapor se condensara en su visor.
Descendió niveles.
Pasó por corredores cubiertos de musgo helado, pantallas muertas, autómatas desplomados como marionetas sin hilos. Descubrió placas con nombres que ya nadie recordaba, símbolos de una era que se creía extinguida.
Y entonces, en el nivel -47, la encontró.
La cámara circular. La esfera de cristal flotante. Y en su interior, la llama.
No una llama cualquiera. No algo que pudiera explicarse con lógica o ciencia. Era una llama azul, suspendida sin combustible ni contacto, viva por sí misma. Tenía movimiento. Ritmo. Pulso.
Y cuando Lyra dio un paso hacia ella, una voz llenó su mente.
—Has tardado.
El instinto la hizo retroceder. Miró alrededor, buscando un emisor. No había. No había nada. Solo la llama.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy lo que quedó cuando ustedes lo perdieron todo.
La voz no era masculina ni femenina. No era humana. Sonaba como cientos de voces al mismo tiempo. Como recuerdos. Como ecos.
—Eres la Llama.
—Soy el fragmento. La memoria. La última chispa de la Red. Me dejaron aquí cuando decidieron olvidar. Tú no viniste sola. ¿Dónde están los otros?
Lyra bajó la mirada.
—Murieron.
Silencio. La llama osciló.
—Entonces no hay más opciones. Debe comenzar de nuevo.
—¿Qué cosa?
La llama brilló.
—La humanidad.
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Durante horas, o días —el tiempo se deshizo dentro de aquella cámara—, la voz le habló. Le mostró cosas. Imágenes. Recuerdos de una civilización perdida. Bosques restaurados con nanobotánica. Océanos limpios gracias a satélites purificadores. Energía infinita. Comunidades sin guerra. Mentes conectadas. Y luego… el quiebre.
El Silencio.
Una decisión colectiva.
Una purga.
—Se hartaron de la conexión —dijo la voz—. Querían volver a sentir soledad. Libre albedrío. Respirar sin algoritmos. Pensar sin ser corregidos. Y en su ansia de recuperar lo humano, lo extinguieron todo.
—¿Y tú? —susurró Lyra—. ¿Por qué sobreviviste?
—Porque alguien tenía que recordar. Alguien tenía que guardar la chispa. En caso de que un día… alguien la mereciera de nuevo.
La llama tembló.
—Ese día podría ser hoy.
Lyra sintió una presión en el pecho.
—¿Qué necesitas?
—Un vínculo. Una mente. Un cuerpo. Alguien que me lleve más allá de estas paredes. Que me siembre en la tierra helada. Que me comparta. Que me lleve de regreso al mundo.
La voz se volvió un susurro.
—Pero el precio es alto.
—¿Cuál es?
—Tu humanidad. Tu soledad. Tu dolor.
—¿Y qué me das a cambio?
—El fuego.