Relatos cortos

La purga 48hs

San Marlow siempre olía distinto cuando se acercaba la Purga. No era miedo. Era algo más denso, más pesado, como si la ciudad entera contuviera el aliento antes de sumergirse en un río de sangre.

Desde mi ventana veía el mismo ritual cada cinco años: negocios bajando persianas blindadas, familias clavando tablones sobre ventanas, los que podían se encerraban tras muros , y los que no… simplemente desaparecían.

Faltaban tres horas para que comenzara.

Me llamo Ethan Morrow, mecánico de día, invisible la mayor parte del tiempo. Nunca participé. Nunca maté. Para mí, esas 48 horas eran solo un infierno que debía resistir encerrado en mi taller, escuchando las sirenas mientras afuera los monstruos se mataban entre ellos.

Pero este año algo cambió. Este año tenía un encargo.

La mañana anterior, un hombre que no conocía me estaba esperando en el taller. Traje gris, guantes de cuero, mirada afilada como vidrio roto. Me dejó un sobre sin decir una palabra. Dentro había una foto: una chica joven, cabello castaño, mirada asustada.

Junto a la foto, una nota breve, escrita a máquina:

> “Sacarla viva de la ciudad antes de que termine la Purga. Doble paga si lo logras.”

No había firma. No había explicación. Solo un pago inicial que me depositaron en una cuenta anónima. Una cantidad absurda. Suficiente para largarme de San Marlow para siempre.

No pregunté quién era la chica ni quién la quería muerta. En esta noche todo se vale.

El reloj digital marcaba 20:57 cuando aseguré la última barra metálica en la puerta del taller. La Purga comenzaba a las 21:00. Sabía lo que venía: sirenas, suspensión de leyes, y luego, el caos absoluto.

Encendí la vieja radio de onda corta que siempre sintonizaba la transmisión oficial. A esa hora, el locutor comenzaba con la voz neutra y solemne:

> “Ciudadanos de San Marlow, en unos momentos dará comienzo la Purga quinquenal. Recuerden que todos los crímenes, incluyendo el asesinato, serán legales durante las próximas 48 horas.”

Me acomodé el chaleco viejo, cargué la escopeta recortada y esperé.

Las agujas marcaron las 21:00.

Y sonó la oración.

La voz salió clara por la radio, como si hablara directamente a cada casa, a cada conciencia:

> “Benditos sean los Padres Fundadores de nuestra patria, un país renacido.
Bendito sea el Nuevo Orden, que nos concede esta noche para purgarnos.
Benditos sean los ciudadanos que aprovechan su derecho.
Bendita sea América… una nación renacida.”

El mensaje se repitió una vez más. Y luego, la sirena.

Ese sonido agudo, interminable, que atravesaba huesos.

La Purga había comenzado.

La ciudad entera contuvo la respiración durante un segundo… y después el infierno se soltó.

Explosiones en la zona este. Vidrios rompiéndose en cadena. Voces distorsionadas tras máscaras. La Purga tenía una energía propia, como si la ciudad misma estuviera viva, celebrando la locura.

Salí a la calle. Por primera vez en mi vida no estaba escondido.

Tenía quince cuadras para llegar al edificio donde la chica me esperaba —o eso decía el sobre—. Avancé por callejones, evitando las luces, esquivando patrullas de purgadores que pasaban en camionetas adornadas con cuerpos y banderas.

Vi cosas que no quise entender: un hombre colgado de un poste envuelto en luces de neón, niños persiguiendo a alguien con machetes. La Purga sacaba lo peor. Y lo mejor era no mirar demasiado.

Llegué al edificio. Silencio. Pero no del bueno.

Subí al segundo piso. En una habitación sin ventanas, la encontré. La chica de la foto, atada, cinta en la boca, respirando agitada. Tenía la mirada de alguien que ya había visto demasiado.

La liberé rápido. Ella apenas pudo articular un “gracias” cuando un estruendo nos sacudió. Alguien había entrado al edificio.

No pensé solo Corrimos.

Las escaleras crujían como huesos viejos mientras bajábamos de dos en dos, respirando el polvo. Afuera, el mundo era un rugido: risas distorsionadas, motores acelerando, disparos que iluminaban la noche.

No podíamos ir por la calle principal. Demasiada luz, demasiadas armas. La llevé por un callejón estrecho que olía a basura y sangre.

—¿Quién te quiere muerta? —pregunté mientras avanzábamos, sin dejar de mirar atrás.

—La lista sería larga —dijo ella, con voz baja—. Pero esta noche… la respuesta es: todos.

No había tiempo para más preguntas.

A nuestra izquierda, un grupo de purgadores pasaba lentamente. Máscaras pintadas con sonrisas. Llevaban lanzas eléctricas. Y cantaban.

La chica me apretó el brazo. Me quedé quieto. El grupo pasó. Uno de ellos se detuvo, giró la cabeza hacia nosotros como si hubiera escuchado algo.

El silencio duró demasiado.

Pero siguieron caminando.

Avanzamos hasta un viejo taller de autos. Lo cerré por dentro, corrí un mueble pesado y encendí una linterna pequeña.

—Nos quedaremos aquí hasta que el ruido baje —dije.

Ella asintió. Estaba agotada.

Fue entonces cuando escuché el ruido metálico: un roce suave en el techo. Y luego otro.

No eran ratas.

Los purgadores habían aprendido a cazar como animales.

La ventana del fondo estalló en mil pedazos y una figura entró rodando, máscara roja, cuchillo en mano. Disparé. El ruido fue ensordecedor. La figura cayó, pero eso llamo la atención de mas locos.

No podíamos quedarnos.

Salimos por la parte trasera, corriendo sin mirar atrás. La ciudad parecía más viva que nunca, respirando odio y fuego.

En cada esquina había un espectáculo distinto: hogueras improvisadas, autos en llamas, grupos de cazadores celebrando como si fuera un festival.

Encontramos refugio en un edificio abandonado. Desde una ventana alta vi cómo la Purga se extendía como un incendio: luces, humo, gritos.

Ella estaba temblando, pero no de frío.

—Me llamo Aria Vale —dijo de repente—. Me quieren muerta porque descubrí algo que no debía.



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En el texto hay: romance, terror, fantasías épica

Editado: 31.07.2025

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