Agarro con fuerza el pincel y pronto empiezo a pintar en el lienzo. Primero tengo que hacer el fondo. Oscuro. Solo un color, nada más. Podría usar un pincel más grueso porque no hay manera de equivocarme. Pero no lo hago. Quiero trazos finos. Quiero tardar. Quiero disfrutar del momento, sentir. Y es de noche, puedo hacerlo. La única luz que entra viene de los ventanales de la habitación. Fuera, la imagen que observo cada vez que el sol se esconde y aparece la oscuridad. ¿Por qué la llamamos oscuridad si no es total? Siempre queda luz de las estrellas.
Al acabar el fondo, elijo otro color. Es un poco más claro. Con cuidado, voy trazando curvas en diferentes espacios, dejando el centro vacío. Dibujo formas redondeadas. Intento que parezcan suaves, ligeras, quizás débiles. No soy experto. Me cuesta. Pero, poco a poco, van tomando el significado que quiero. Nubes.
Levanto la mirada hacia la ventana mientras lavo el pincel. Se parece más de lo que esperaba. Puedo decir que me está quedando bastante bien a pesar de ser un novato. Pero no he acabado, lo sé. Nada está asegurado, todo puede estropearse aún. Vuelvo a pasar la punta del pincel por la pintura de uno de los botes. Ahora sí, ahora toca el color más luminoso. Ya preparado, dibujo en el centro que había dejado vacío. Una circunferencia. La hago difuminada, ocupando mucho espacio; pequeña, pero muy llena: una estrella muy brillante, más que cualquiera otra. Es la que tengo delante. La estrella que con su luz ilumina toda mi habitación, que entra por mis ventanales por muy bien cerrados que estén.
Brilla demasiado. Más de lo que puedo soportar. Me doy cuenta ahora. Miro a mi alrededor. En la mesa hay un bote, abierto y vacío, la tapa está al lado. Lo cojo y me acerco rápidamente a la ventana. Entonces, lo alzo. Espero unos segundos, pero ya no puedo más. Veo que la estrella está dentro y lo cierro. Y en ese momento es cuando, por fin, su luz se apaga.
Es cuando, por fin, hay verdadera oscuridad.