El sol abrasador se impuso alto sobre el vasto desierto. La arena engullía cada paso de la joven cubierta con harapos pardos haciendo pesado el ascenso de la duna. Ella se detuvo sobre la cima y contempló el horizonte a su alrededor.
Allá donde mirase las grandes dunas de color ámbar se extendían hasta tocar fondos moteados de diversos colores terrosos. Todo cuanto había conocido era desierto, fue desierto y será desierto. « Kahoara » murmuró ella con la grandeza que le inspiraba ver esa palabra en los textos antiguos. Así la llamaban todos quiénes habitaban en ese desierto y en algún punto de la Región del Este, estaba ella observando su inmensidad.
De pequeña, su curiosidad por los mapas le llevó a aprender lugares más allá del valle y señalarlos con afán sobre el mapa . En su mente reconoció algunos lugares extensos, como los Páramos del Norte frente a ella, el Desierto de Sal al sureste y tras Río Seco, se extendía el indomable Mar Desértico hacia el sur distante. No obstante, su mirada se detuvo hacia el oeste donde sobresalía un cerro llamado Cumbre Fría que yacía imponente sobre el yermo escarpado.
Una voz ronca y áspera como el granito le distrajo de sus pensamientos.
—No por llegar antes, cargaremos más agua. —Un viejo acompañado de su animal de carga seguía los pasos de la joven y empezó a subir la empinada duna.
—Pero sí regresaremos antes.
—Es cierto, pero el tiempo dejó de angustiarme hace años. —Tomó una pausa para aclarar su garganta seca—. A este ritmo, tendrás que cargar conmigo.
—Llevamos haciendo este trayecto desde hace semanas. Sabes que merece la pena ir y volver cada día. La fanega de agua está a veinte y dos libras de panequita cuando antes ganábamos apenas ocho.
—Por un viaje que nos lleva toda una jornada. No me hace gracia salir del valle —dijo el viejo agudizando sus pequeños ojos ante la brisa repentina.
La joven ajustó el shayla a la altura de los ojos y se deslizó por la duna hacia la hondonada. Se giró hacia su acompañante y prosiguió la conversación con la marcha.
—Viejo temeroso. Sabes que la sequía está durando demasiado y secó Aguadulce. —Se encogió de hombros con un deje de preocupación—. Volveremos antes de que te des cuenta.
—Sabes Karima, creo que me estoy haciendo mayor para estas cosas.
—Sí, pero no eres de los que se quedan encerrados en casa.
—Tienes razón —confesó el viejo con una sonrisa en sus labios agrietados.
Cuando el sol finalmente alcanzó su punto más alto dominando las grandes extensiones desérticas de Kahoara, los dos viajeros alcanzaron Cumbre Fría. Un par de casas de adobe aferradas a la roca aguardaban frente a una gruta entre la escarpada ladera del cerro mientras una hilera de viandantes y carromatos ocupaban un camino angosto de difícil acceso. El viejo examinó a Karima quién lucía alta por encima del resto, con su melena cobriza que enmarcaba su rostro alargado y autoritario. Predominaba sus ojos grandes y castaños que miraban expectantes la fila de hombres y mujeres frente a la gruta. El viejo observó el sutil gesto de tocarse el collar de placas metálicas cuando se impacientaba. Su vestimenta era sencilla: de cuero y tela con ataduras de fibras vegetales que cubrían su figura femenina. Lo más llamativo era su brazalete como portadora de agua y sus robustas botas de calidad, revestidas de piel de cabra, que le había regalado en su décimo sexto cumpleaños. Se sentía orgulloso de ella aunque le rasgaba la garganta decirlo. De repente, le sobrevino un picor fuerte en la garganta que le hizo toser y sus nudosas manos buscaron su fiel cantimplora de vidrio y tela. Karima se volvió preocupada pero sonrió con cariño al verle beber agua.
Avanzaron en fila hasta la entrada donde sus ojos tardaron en acostumbrarse a la oscuridad. La hilera seguía un estrecho pasillo que se retorcía hasta alcanzar una sala amplia iluminada con antorchas. El camino descendía en espiral hacia una cavidad de la que se oía caer agua de forma incesante. El murmullo de la gente reverberaba en las paredes macizas del lugar.
Delante de ellos iba una pareja con tres niños inquietos, uno de ellos de rostro curioso señalaba el brazalete de Karima. Ella le sonrió y le enseñó mejor el brazalete de cuero, adornado con piedras turquesas y una lente en forma de gota de agua que podía usarse para ver a grandes distancias. El viejo escondía un brazalete igual entre las telas raídas que envolvían sus delgados brazos. Esos brazaletes les identificaba como portadores de agua: transportistas de agua y auxiliadores de los trabajadores. Karima empezó siendo muy joven, con tan sólo siete años ya ayudaba a su padre en las minas de carbón de Vetagrande trayendo y llevando agua en cantimploras y garrafas. Cuando su padre falleció, su madre y ella se mudaron a Puertasáridas en el Valle de los Tres Picos donde había estado viviendo hasta entonces.