Relatos de Kaohara

Relato Tercero - El Aprendiz del Artesano

Los lejanos espejismos del desierto emborronaban el horizonte lo que a ojos del joven Erhan le parecía igual en todas direcciones. Le resultaba aburrido y prefería observar el interior de la ciudad, viendo a la gente pasar mientras desayunaba su manzana sobre la azotea de una casa de adobe. Se encontraba confortable sentado sobre el borde y apoyado en la pared que sobresalía varios pisos por encima. Se trataba de un edificio macizo de cuatro pisos, el más alto de toda la ciudad, al que muchos viajeros llegaban para pernoctar y tomar un buen desayuno. Las manzanas pertenecían a dicho hostal llamado La Gacela Dorada por las cenefas áureas que decoraban la fachada. A Meira, la cocinera del hostal, no le importaba que tomara las manzanas siempre que coquetease con su hija Wida a quién tomaba por poco agraciada y veía en él un futuro buen yerno. En especial, cuando supo que iba a ser uno de los ayudantes del viejo Hahreas.

Hahreas era muy conocido por ser un maestro artesano de la orfebrería, el mejor de toda la ciudad y probablemente de toda la región. Sus joyas y abalorios eran muy apreciados por las clases más pudientes y poseer tan sólo una de sus joyas se consideraba un distintivo de riqueza y poder. A pesar de ello, su taller era mucho más modesto de lo que había imaginado y aceptaba trabajar en muy pocos encargos. Erhan se consideraba afortunado de ser uno de sus tres ayudantes pero le inquietaba que hubiera prestado atención a alguien con orígenes tan humildes como él. Había muchas cosas que no comprendía del viejo Hahreas, como el hecho de que no aceptara más ayudantes, ni más encargos o tampoco ampliase el taller que tenía. En su mente, ganaría una fortuna aún mayor, pero también sabía que ocultaba muchas cosas que aún desconocía.

Aquella mañana todo transcurría con normalidad. El joven Erhan reparó en el sediento animal de carga que bebía en el abrevadero y al transportista que pagaba una cuantiosa suma a un trabajador del hostal. El animal se trataba de un keldar: un cuadrúpedo robusto de baja estatura, lomos anchos y paso lento cubierto de un pelaje denso y recio de tonos marrones y cobrizos. No había animal más confiable y seguro que un keldar para llevar cargas pesadas. Aunque si él tuviera dinero tenía claro que se compraría un suritán, una mezcla de leopardo y pantera del desierto, capaz de recorrer largas distancias en pocos días. Aunque Erhan tenía entendido que eran muy delicados al entorno y estaba seguro que la ciudad de Arenas Ardientes no era el sitio más indicado. Si algo diferenciaba esa ciudad de otras cercanas era la ingente cantidad de gente que se concentraba a determinadas horas del día. La mayoría de calles estaban abarrotadas de gente atravesando los puestos comerciales y los bazares ambulantes. Afortunadamente Erhan conocía al dedillo la ciudad y tenía una ruta infalible para llegar desde su casa al taller del viejo Hahreas en poco más de diez minutos. Trazó en su mente el recorrido mientras imaginaba al resto de personas como pequeñas hormigas que circulaban por las calles sin un propósito tan certero como el suyo. Hahreas bajó a la calle por una escalera en la parte posterior y echó a andar atravesando la multitud. Caminó con tranquilidad por las calles, ni siquiera percibió al misterioso encapuchado con ropajes oscuros con el que se cruzó en uno de los callejones y quién andaba con la misma soltura que él. Erhas salió a la vía principal sorteando varios carros cuando llegó al taller antes de lo esperado. Erhan batió un nuevo récord sin necesidad de correr, él odiaba hacerlo.

 

Los portones de madera del taller estaban cerrados a cal y canto pero no era extraño ya que no solía abrir hasta llegada la tarde para la venta al público dedicando la mañana a la fabricación y el cuidado de las piezas más delicadas.

Lo que sí fue extraño es que Volfur, la extraña mascota de Hahreas, no acudiera a recibirle a la puerta trasera. También encontró extraño no ver los zapatos del primer ayudante en el vestíbulo y la puerta interior de la vivienda cerrada. Hahreas tenía la manía de cerrar siempre las puertas del taller y abrir los grandes ventanales del techo, y también la curiosa costumbre de dejar los zapatos junto a la entrada y andar en pantuflas almohadilladas. Según le habían explicado, esa costumbre con el calzado provenía de los saceris de la Región del Oeste, el pueblo natal de Hahreas.

Erhan sustituyó sus sandalias por sus pantuflas y anduvo silencioso hasta el taller. Allí contempló una escena horrorosa.

 

Lo primero que vio fue la cara conmocionada y angustiada de Letnivia, la esposa de Hahreas, quién sostenía la mano de su marido. El cuerpo de Hahreas permanecía tendido en el suelo, con la otra mano apoyada en el pecho y con un charco de sangre alrededor de la cabeza. Waben, el primer ayudante, le tomaba el pulso desde el cuello y murmuraba para sí mismo. Volfur observaba igual de acongojado la escena con sus llameantes ojos de zorro fijos en su dueño.

—Un infarto —sentenció Waben. Nadie dijo nada más pero Waben sintió la necesidad de contar lo sucedido a Erhan—. Lo vi todo desde la puerta. Leyó la nota y palideció unos segundos antes de llevarse la mano al pecho y caer dándose en la mesa con la cabeza.



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En el texto hay: aventura, guerra, desierto

Editado: 19.03.2019

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