Relatos de Medianoche

Indignación

Corre por los alargados pasillos de la clínica cubierta de neblina, dividida entre cuidar a una desahuciada mujer y los rigurosos trámites que no puede comprender. El tiempo entre tanto ajetreo transcurre lentamente y, en ese momento, anhela el descanso. A lo lejos, al otro lado de una de las puertas, una enfermera señala la entrada de la oficina administrativa a donde debe ingresa.

Sentándose en una silla de metal delante del escritorio, se entera que la póliza no puede seguir cubriendo los gastos médicos. Oprime su mandíbula matando un gemido deseando emerger, a la vez que presiona el frío metal del asiento. Con esfuerzo, logra ocultar las lágrimas que, desesperadas, inundan sus tiernos ojos cafés. Absorta, enmudece sus pensamientos para luego evocar las memorias noticiosas de aquel hospital ubicado en el centro de la ciudad. Detalla específicamente las fotografías que mostraban a la desfallecida muchedumbre, las cuales posaban en el piso como perros esperando a ser tratados. Y si sirve comparar aquel lugar podría ser semejante al ambiente adecuado para producir un filme de horror. Pues, sin camas ni medicinas ni médicos y con una estructura en decadencia, sería su próximo destino. Entonces, mirando los rostros indiferentes del personal, acepta una lección cavilando en sí misma: “realmente, si no tienes dinero mueres como un perro”.

Su indignación se eleva rápidamente al número más alto de la escala de Richter dentro aquella oficina. Temblaban sus manos, aunque una de ellas presionaba la otra. Se preguntaba a sí misma buscando una respuesta: “¿Por qué me pasa esto a mí? ¡No sabía que la vida era una desquiciada! ¿Qué debo hacer? ¿Qué voy a hacer?”.

De pronto, ingresa un doctor en aquella oficina anunciando los números en su cuenta bancaria. Le observa de arriba abajo con descredito ante sus ojos. Su indignación por poco la da por perdida, nada puede hacer; aunque trata de controlarla se le hace un poco difícil, pues con mucho esfuerzo, enmudece toda palabra inculta que viaja en su mente, terminando en un mordisco labial. Ella se conoce lo suficiente como para saber que, si articula alguna palabra, terminará lloraron. ¡Qué lástima que la sociedad, se ha encargado de asesinar a lo sensibles y humildes!

La oficinista le manifiesta su preocupación y sus buenas intenciones, algo que ella ya no creé. Pero, qué más puede hacer la trabajadora, ella también está encerrada en un cruel sistema. Tomó la decisión de levantarse, pero antes de hacerlo, se le informa que la ambulancia estaba acudiendo para realizar el traslado al hospital. Asiente irguiendo su cabeza con orgullo y a paso cortos, sale de allí. Anda entre nubes de regreso a la morada del cuerpo inerte y sujeta con sus pequeños puños el jeans camuflado, no quiere mostrar su estado desesperado. Cada paso que da rompe las cadenas que colocó en su tierno corazón para que la dama de su admiración no la vea sufrir. Sin embargo, no pudo sostenerla más y tomando a la pared conjunta, la usa como saco de boxeo por un rato mientras logra calmarse.

Así, sube por las escaleras de aquella clínica a la vez que llama a sus veinte, treinta o cincuenta amigos registrados en su celular, ninguno la puede ayudar. Un “lo siento” fue la única palabra pronunciada. Minutos después, el sonido de una sirena de ambulancia, se hace escuchar a la distancia, fue ahí que el tiempo. El tiempo del lugar despedirse y deseo surgió: ¡ya quiero que todo esto acabe!

Al llegar a la habitación 2-6 de la clínica “Si no pagas te mueres”; escuchó voces conocidas hablando con los paramédicos que maniobraban, de una rara y toscas forma, el cuerpo humano convertido en el adefesio. Ella con algunos gestos, le expresaba que tuvieran cuidado; pero por más que trataron de no lastimar a la señora, no funcionaba. Ella entre sollozos silenciosos, se quejaba. Y era extraño, puesto que se hallaba muerta en vida. Pudieron subirla sobre la camilla y caminaron rumbo a la ambulancia. La chica, gentilmente, se despidió de las enfermeras de guardia y una de ellas, sin miedo ni pena, le abrazó y hablando a su oído:nadie es fuerte en la vida, pero situaciones así, es lo que nos enseña la verdadera la fortaleza. ¡Resiste!”. Le dio otro abrazo de esos que se quedan en el alma y sonriendo suavemente, guardó en su corazón esta otra lección. Durante el trayecto a la ambulancia, meditó en esas palabras: “¡La vida puede ser cruel con sus métodos de enseñanzas!”.

En la ambulancia, vía al hospital, lugar sin esperanza. Le recriminaba a la mujer entre susurros: ¿por qué no te cuidaste sí te lo advertí tantas veces? ¡Duele! ¡No sabes cómo duele!”. Aunque, probablemente, lo sabía. Hace un tiempo, antes que la joven naciera, la dama deteriorada sufría lo mismo que ella. No obstante, los cuentos que no son propios no se sienten reales en la mayoría de los casos.

Sentada, comenzó a recriminarse si la prefería viva o si era mejor que se marchara. Esas ideas se incrustaban rompiéndole el alma; pero recordando su infancia, adolescencia y un año siendo adulta, la prefería en sus vestigios viva, alegre y decidida que, allí, postrada, muerta y aborrecida. En aquel vehículo, aprendió que por más que una persona quiera, las madres no son eternas.

La ambulancia cruzó el estacionamiento del hospital, se aparcó en la entrada de emergencias segundos después, y antes que hicieran algún movimiento, le gritaron desde adentro del edificio: no hay cama ni doctor. Lo siento. No podemos atenderle”.

Ella no se sorprendió, sabía que así sería. Su indignación regresó ante los gritos, logró controlarla una vez más. “Ya lo sabía”, se repitió resignada por aquello.




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