"Pero antes, no siempre fue así. Antes de la llegada de los Elohim, éramos uno, y adorábamos a otro, al Único y Verdadero, aquel cuyo rostro es inmutable, aquel cuyo nombre nos era conocido por todos... Sí... sí, antes éramos una sola tribu, una solo pueblo, hasta que ellos llegaron, hasta que el cúmulo de estrellas se abrió en dos, y de ahí descendieron.
Eran vastos, y sus formas aetheras eran poderosas. No se parecían a nada que nuestros ojos hubieran visto antes, y el cielo mismo parecía inclinarse ante ellos. Sus cuerpos resplandecían como el sol naciente, y sus voces eran como el trueno sobre las montañas.
Al principio, pensamos que eran los Aspectos del Elohe Único y Verdadero, enviados para traernos más de su sabiduría. ¿Acaso no se nos enseñó que Él se manifestaba a través de lo grandioso y lo terrible? Que equivocados estábamos. Así que les dimos la bienvenida, aunque hubo otros que decidieron alejarse de ellos con el temor reverente que solo reservábamos a nuestro Elohe. Pero no eran lo que creíamos, en esa Era, éramos ignorantes. Aunque vestían en formas de luz y gloria, algo en ellos era distinto, una sombra que, en ese entonces, aún no podíamos percibir.
Así pues, fueron trece los que descendieron. Trece, que caminaban entre nosotros con sus ojos de fuego y palabras llenas de secretos arcanos. Y entre ellos, destacaba una, la más luminosa, la Tejedora de Runas, la Dadora de Vida. Fue ella, la primera en hablarnos de las artes elementales, de cómo los vientos, las aguas, el fuego y la tierra no eran simples fuerzas naturales, sino que podían ser domadas, dirigidas por quienes poseyeran el conocimiento adecuado y las palabras necesarias. Y así, fuimos instruidos en esos primeros rudimentos.
Al principio, todo era sencillo.
Nos enseñaron cómo trabajar la tierra, cómo leer los signos del cielo, a plantar y cosechar en el momento correcto. Nos mostraron cómo forjar herramientas de metal, cómo tomar la piedra y transformarla en un instrumento útil. Y poco a poco, nos hicieron ver que había más allá de lo que nuestros ojos podían observar, algo que nos elevaría más allá de nuestra condición terrenal.
Recuerdo cuando nos mostraron el arte de extraer piedras preciosas de la tierra, no solo por su belleza, sino por el poder que podían albergar. Gemas que resonaban con energías que jamás habíamos soñado. Nos dijeron que eran un regalo del cielo, y que debíamos usarlas para forjar una nueva era de prosperidad. Nos enseñaron a tallarlas, a darles forma, a canalizar sus misteriosas fuerzas. Cada piedra, cada cristal, resonaba con una vibración única, como si hablara en un lenguaje antiguo que solo ellos entendían.
Pero fue cuando nos instruyeron en la construcción de ciudades que todo cambió. Aquella revelación fue un momento que nunca olvidaré. Nos mostraron cómo alzar muros con nuestras manos, cómo erigir templos con medidas precisas que tocaban las nubes y que podían contactar con poderes, poderes que hasta hoy nos eran ocultos y cómo una ciudad podía convertirse en el corazón palpitante de una gran civilización. Y así, surgió Ur, la primera ciudad de Runaterra. No era solo una ciudad, era el símbolo de todo lo que habíamos logrado bajo la tutela de los Elohim. Era majestuosa, gloriosa, con torres que brillaban bajo el sol, y caminos trazados con piedras que relucían como las estrellas.
Con Ur, forjamos un imperio. El conocimiento de los Elohim se esparció entre nosotros como el agua de un río desbordado. Los más sabios de nuestra tribu fueron coronados reyes, y el poder que nos otorgaron nos permitió alzarnos sobre las demás tribus de la tierra. No había rival para nuestro imperio. Éramos fuertes, éramos poderosos, éramos... invencibles.
Pero me adelanto... Todo esto no ocurrió de la noche a la mañana. Fue lento, pero preciso. Cada enseñanza nos fue dada en su tiempo, como un la gota de cianuro, que no sé que no se siente, pero al beberla, mata. Porque aunque al principio todo parecía bendecido, no nos dimos cuenta de lo que estábamos perdiendo. Con cada nuevo don de los Elohim, con cada nuevo secreto que nos revelaban, algo más profundo se desvanecía de nuestros corazones.
La Tejedora de Luz fue la que guió este proceso. Con su voz melodiosa y su sabiduría ancestral, atrajo a los más brillantes de entre nosotros. Los celestiales les otorgaron dones especiales a ciertos humanos, dones que los transformaron en seres de gran poder, capaces de dominar las fuerzas de la creación misma. Los llamábamos los Iluminados, y por su mano, Ur se convirtió en una joya brillante entre las naciones.
Pero mientras nos volvíamos más sabios en las artes que nos enseñaban, olvidábamos lentamente la verdadera sabiduría. Ya no hablábamos del Elohe Único y Verdadero, aquel que nos dio la primera instrucción: dispersarnos sobre la tierra y fructificarla. En lugar de eso, nos agrupábamos alrededor de los celestiales, maravillados por sus promesas de grandeza y poder. Sin darnos cuenta, habíamos cambiado la verdad por una mentira, y la luz de nuestra fe por la oscuridad del orgullo.
Nuestra tribu, que alguna vez fue una en espíritu y en propósito, comenzó a fragmentarse. El esplendor de los Elohim nos había deslumbrado, cegándonos a la verdadera sabiduría que habíamos conocido antes. Habíamos olvidado que nuestra grandeza no estaba en la construcción de imperios, sino en la humildad y obediencia al Elohe Verdadero. Así fue como, poco a poco, fuimos transformados, no en un pueblo sabio, sino en uno poderoso, y en ese poder, sellamos nuestra propia condena."
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Editado: 03.12.2024