Antonio siempre había sido un niño muy sano y excesivamente curioso. Sentía interés en ver por qué las moscas podían volar como lo hacían y cómo lograban posarse sobre casi cualquier superficie. También se preguntaba cosas sobre el cielo, la luna, el sol, la lluvia y las estrellas; en fin, sobre todo lo que veía.
Un buen día, después de una siesta, despertó con un fuerte dolor de cabeza, como si le hubieran dado un gran golpe. Eran las 3:15 p. m. cuando decidió tomar una capsula de las que observaba que su madre tomaba cuando se sentía mal. La caja de las capsulas tenía un nombre raro: risperidona.
El dolor disminuyo poco y mejor salió a caminar al parque con la esperanza de que el dolor se le quitara. Camino durante algunos minutos cuando se dio cuenta que, a pesar de que todavía no obscurecía, la luna estaba a la vista en el cielo. Siguió caminando durante un rato por el parque y entonces se fijó en algo que le causo mucho miedo: la luna lo perseguía. No importaba hacía donde se fuera, la luna siempre estaba allí. Conforme caminaba y caminaba más se alejaba de su casa, hasta que, después de algunas horas, ya estaba demasiado lejos; y para colmo la luna aún estaba allí.
Finalmente paso lo que tenía que pasar: se alejó tanto de su casa que se perdió cerca de una montaña. Estuvo varios días escondido en una cueva porque temía que la luna lo encontrara y prefirió no salir.
Cuando sus familiares lo encontraron se hallaba muy deshidratado y flaco por no haber comido ni tomado agua durante días. Antes de morir lo único que repetía era: “¡La luna, la luna, sigue allí! Quise irme a casa, pero ella no me dejo”.