Relatos De Un Pulpo

Octavo Café. La cueva maldita, y los gusanos.

 

 

 

Una vez que reparada la nave, y con Edgar totalmente recuperado, hicimos un poco de tiempo para descansar, paso subsiguiente, comenzamos a descender el último tramo. Edgar, ya se había recuperado del encuentro con el pez de luz, y debíamos ingresar a la cueva. Jamás había ido a ella. Llamaban en su folclore la cueva maldita, pues descansan allí aparentemente las energías de almas de todos los tiempos encarnadas en figuras fantasmales. Ya le platiqué sobre mi encuentro en el Complejo, y lo sucedido con el gran Simón, por lo que me parecía interesante el hecho de ir. Si, conozco la situación, y por lo que le conté, sé que es peligroso, pero hay una diferencia. No existen hechos prácticos de que hayan ocurrido circunstancias, por lo menos, los que las mencionan, suelen ser alguno que otro que ha vuelto, y que se los consideraba locos por naturaleza.

Edgar me avisó que podía ver allí un hueco, pero no estaba seguro de poder pasar, a lo que advertí con sigilo que no ocurriría nada que complicase la misión. Ya que en las aguas se generan distorsiones visuales, y que a simple vista podría verse reducido. Nos transportamos con la nave hasta una base a la entrada. Una vez dentro, allí pudo avistar lo que realmente le había aclarado para su tranquilidad.

Ingresamos en ese hoyo oscuro, sin poder iluminar el entorno debido a que las luces solo reflejan un punto donde más, oscuridad se esconde.

 

 

Descendimos sobre un conjunto de rocas planas que no presentaban mal formaciones que pudieran generar averías en la nave.

Al aterrizar en ellas, se apagaron los motores, abrimos la escotilla de salida. Nos cercioramos del campo donde el submarino quedaba estacionado, para no complicarnos ante el regreso. Edgar estaba curado de su hombro.

Hicimos unos metros, siempre con la noche submarina contemplándonos como cualquier criatura que pudiera habitar en ese paisaje nocturno. Las almas se esconden en recónditos sitios, y observan a los pobladores desconocidos que caminan, nadan, y se desplazan. Se invita a los arquetipos del miedo, cuando se desconoce el paradero de dos forasteros que se desplazan por aquellas cuevas malavidas.

Recorrimos todo el camino que cada vez se volvía más estrecho hasta desembocar a un orificio minúsculo. Allí ya se hacían grutas de agua. Lugar donde el océano no podía penetrar, y era más simple penetrar a paso tenue. Primero ingresé por mi cuenta, ya que las terminaciones nerviosas de mi cuerpo me lo permiten, y luego como pudo Edgar, que seguía mis pasos. Le costó el horror de las raspaduras de su traje, al pánico de que este se rompiese, y fuera imposible regresar. Trate con un pico y quebrando trozos de tierra y roca, para facilitar el avance de mi amigo. En un momento avancé, y no veía que este se pudiese mover. Algo está jalando mi pierna mi amigo, comenta asustado. Patea fuerte, hazlo. Varios fueron los intentos, pero Edgar estaba atorado. Retrocedí, y utilizando un desplazamiento lateral, pase por sobre él, bordeando las rocas, cuando quise iluminar, algo, desapareció. Le dije que continuara, mientras pudiese. Palpé con mi tentáculo quinto, cada fragmento de sedimento de las piedras. Presentí algo que no debía ser. Ladeé la cabeza. Única parte de mi cuerpo, sin pensar demasiado, en lo que pudiese haber querido tomar el pie de mi amigo. Continúe rumbo, Edgar, me dijo, veo una luz. Avanza, le comenté. Y cuando llegó al final de aquel túnel, un precipicio de unos quinientos metros se nos hacía presente. Pase nuevamente por sobre él. Una vez del lado de afuera. Coloqué las pinzas cincelando la piedra. Luego aseguré con las cuerdas correspondientes. Nos disponíamos a escalar hacia abajo hasta llegar a tierra. Fui el primero en descender, y luego de metros mi amigo, poco a poco íbamos llegando al suelo. El estrepitoso sonido de ciertos ruidos, me hacían meditar que la situación podría empeorar en la escalada. O eso decía mi audífono. Edgar experimentó el temblor de la tierra. Le comuniqué con urgencia que debíamos descender de inmediato. El movimiento de pie de él, hizo caer polvillo en mis ojos, al abrirlos, una grieta se formaba cerca de nuestro objetivo, y cerca de las cuerdas. Caía la tierra derramada, haciendo su aparición lo que me temía. Los gusanos de las profundidades.

Seres gigantes carroñeros, que recorren los paisajes de los subterráneos, y subrefugios. Veía como se abría en su esplendor aquella bestia que se dirigía hacia nosotros. Con una mano agarrada a la cuerda, y la otra con su cincel, Edgar estaba dispuesto a dar batalla. Comencé a subir inmediatamente para salvaguardar a mi amigo. El Gusano se lanzó a éste, que pico su rostro. La bestia entumecida, tembló, e hizo retumbar el abismo generando una avalancha de rocas que se lanzaban al espacio de un fondo que no divisábamos. Luego abrió sus fauces y se arremetió a Edgar, enrollándose como una Anaconda que se dispone romper los huesos de su víctima. Mi amigo clavaba, una y otra vez, su arma sobre el cuerpo viscoso que cercenado escupía un líquido que no era fluido colorado del plasma. Una secreción, suerte de pus, que

 

 

generaba un hedor, una suerte de feromona. Esto atraía a los otros inquilinos de aquel sitio. Y aparecieron otros de su especie. Ahora si estábamos en problemas. Tomé la cuerda, y con un gran salto me estiré con mis tentáculos hasta el monstruo en un clavado olímpico. Apreté con mis tentáculos parte de su cuerpo, y con el cincel en punta perforé su cabeza varias veces. Las alimañas de su clan se estaban acercando con los alaridos de fuertes llamados a sus otros para hacer saber que había comida para ellos.

Edgar, se acercó a su gran boca que escupía un aroma ranció, y atornilló su arma en su lengua. La criatura cedía sin poder continuar emanando el pus. El gusano se desenredo, y se dirigió hasta la entrada de donde venía hasta dar con un peñasco en el cual posarse para descansar. Esto generó que las demás especies lo siguieran. La bestia moribunda por los ataques lanzados por nuestras manos, se retorcía, y sus compatriotas se acercaron oliendo sus partes, hasta que uno en su afán de hambre, practicó, el canibalismo más extremo, acto que continuaron los otros. Era un espectáculo de horror de seres antropófagos. Bajemos lo antes posible le dije a mi amigo. Y la soga se cortó de forma que caímos a una velocidad considerable que por suerte del azar fuimos a dar con un lago artificial de aquella madriguera. El impacto no produjo grandes lastimaduras más que entumecimiento, y cierto mareo a ambos. Luego de unos minutos, nos incorporamos, y allí, en un espacio gigante iluminado por foso de un color celeste, se conformaba una claridad. Como si estuviera plagado de luciérnagas.




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