El sacerdote se alza en el refinado altar, decorado con azulejos carmesíes y hecho de piedra caliza. Recita un canto en voz baja a cada paso mientras asciende, llega al módulo circular y lo besa antes de inclinarse por unos diez segundos, apoyando su frente en el mismo punto donde se postraron sus labios.
Los adeptos se mantienen callados, en un silencio absoluto. Detrás de cada uno de ellos yacen bolsas oscuras, algunas rodeadas de moscas y algunas otras retorciéndose desde dentro. Proceden a apoyar sus rodillas en el suelo, juntando sus manos en forma de rezo y deteniendo su respiración.
El del altar canta. Canta como un ángel, un ángel rindiéndole culto a su padre, a su dios. Su voz se eleva, rebota en cada uno de los rincones de la iglesia poco iluminada. La estatua que sostiene el altar parece regocijarse ante el canto y da permiso a que las luces se enciendan. Sus ojos se abren y el templo se tiñe de un rojo pálido. Los adeptos se ponen de pie y toman sus bolsas, colocándolas frente a ellos.
Un grupo de mujeres sale de una recamara detrás de la estatua; y un grupo de hombres sale desde una recámara en el lado contrario.
Ambos conjuntos se muestran desnudos, con símbolos circulares insertados en su cuerpo y sangre cayendo desde aquellas heridas.
Un ser delgado, alto, con ojos cocidos y sin labios comienza a emerger frente al sacerdote. El río de sangre es atraído hacia el centro del altar, conformando un escroto que se desliza hacia el suelo protegiendo al ente. El esperma del escroto se desparrama a su alrededor una vez que llega al suelo y lo recubre con cariño en forma de una manta transparente. Su piernas escualidas comienzan su marcha errante, hasta alcanzar un pocillo de cristal y levantarlo del suelo, a la par que acompaña el canto del sacerdote y eleva el objeto entre sus manos, mostrándoselo a los adeptos.
Se acerca primero al grupo de mujeres, susurrando el himno de la deidad, metiendo sus largos dedos para extraer sus ovarios y recostarlos sobre el pocillo. Luego, se va hacia el lado de los hombres, y con sus manos extrae sus testículos, recostándolos a un lado de los ovarios. Los adeptos rompen su silencio y exclaman el nombre de la figura, mientras esta coloca el pocillo entre sus piernas y suelta un chorro de líquido burbujeante desde un orificio que allí se encuentra.
Su vestido la lleva nuevamente hacia el altar y procede a dejar el pocillo frente al sacerdote. Éste, lo eleva hacia los adeptos, quienes alzan su canto al punto más alto. El hombre bebe la solución de un solo trago, el ente grita y levanta sus brazos, celebrando la acción. La figura se sumerge nuevamente en el altar, llevándose consigo el manto blanco que la viste.