La lluvia caía como un velo sobre Santa Eulalia, deshaciendo las calles de tierra en un lodazal oscuro y blando como carne. Clara avanzaba sola, el eco de sus pasos perdido en el aguacero. La discusión con su madre aún ardía en su pecho, palabras que cortaban como vidrio roto. La casa no estaba lejos, pero cada paso pesaba más, como si la culpa tirara de ella hacia atrás. Entonces, el farol al final de la calle parpadeó tres veces. El aire se volvió denso. El mundo contuvo el aliento.
Y allí estaba. Bajo la luz temblorosa, MUUR. Alto. Encorvado. Un error en el paisaje.
Clara se congeló. El aliento atrapado. La piel de la criatura era translúcida, como cera mal fundida que dejaba ver formas atrapadas bajo la superficie: ramas secas, raíces atrapadas en hielo, estructuras que parecían haber crecido sin permiso. Su cabeza, bulbosa y alargada, se ladeó apenas hacia ella. Donde deberían estar los ojos, solo había dos cavidades cubiertas por membranas tensas, empañadas, que reflejaban la luz del farol y le devolvían su propio rostro: pálido, vulnerable, ya no suyo. La boca, sellada por líneas negras que parecían haberse formado con el tiempo, tembló como si algo dentro luchara por salir.
No se movía. No emitía sonido. Pero algo se rompió dentro de Clara. Un vacío le apretó el estómago con fuerza antigua, como si alguien la hubiera llamado por su verdadero nombre. Sus dientes castañetearon, no por el frío, sino por algo más denso, más profundo: una culpa húmeda, sin rostro, que se adhería a la memoria como moho. MUUR no necesitaba moverse. Su sola presencia pinchaba como una aguja inmóvil. Y esas cavidades sin ojos la miraban, desenterrando cada rincón de sí que ella intentó olvidar.
Recordó el grito que le lanzó a su madre. El vaso estallando contra la pared. Pero no era solo eso. Recordó la mentira que arruinó a su hermano. El mensaje que nunca respondió. La risa ahogada cuando una amiga confesó que pensaba quitarse la vida. Y algo más oscuro, más viejo: una noche frente al hospital, bajo una lluvia como esta, cuando tomó una decisión que selló un destino. No lo sabía hasta ahora, pero MUUR había estado allí también. Observando. Como siempre.
El farol parpadeó de nuevo. Y MUUR estaba más cerca.
No lo había visto moverse. Sus brazos colgaban como cables deshilachados, demasiado largos para cualquier ser humano. Las protuberancias asimétricas de su frente brillaban apenas bajo la lluvia, como si palpitara una verdad dentro de ellas.
Clara retrocedió, el barro succionando sus tobillos. No era miedo lo que sentía. Era algo más antiguo. Una vergüenza que le dolía en los huesos. Quiso gritar, pedir perdón, decirle a alguien -a cualquiera- que no quería ser quien era. Pero su voz ya no era suya. La boca se le llenó de un zumbido ajeno, como si MUUR la hubiera sustituido por dentro.
Corrió. El lodo salpicaba sus piernas como si la tierra intentara atraparla también. No miró atrás. No podía. MUUR no necesitaba verla para seguirla. Era una sombra sin luz, un pensamiento fijo que ya no abandonaría su mente. Al llegar a casa, cerró la puerta con llave, dos veces, y se dejó caer. La lluvia seguía golpeando las ventanas, pero el silencio dentro era más pesado. Se cubrió el rostro, temblando. Y aún lo veía. Las membranas empañadas. La boca cosida. Las líneas negras. El juicio mudo.
A la mañana siguiente, su madre preparaba café como si la noche no hubiese existido. Clara intentó hablar, pero las palabras salían rotas, frías, inservibles. Su madre sonrió, como si todo estuviera bien, pero Clara no pudo sostenerle la mirada. En el espejo del baño, su reflejo tardó un instante en imitarla. Algo más la miraba desde dentro.
Esa noche, al cerrar las cortinas, Clara miró hacia la calle. El farol parpadeó tres veces.Y bajo su luz, MUUR estaba. Inmóvil. Su cabeza inclinada hacia la casa. No se había ido. Tal vez nunca lo haría.
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Editado: 04.08.2025