Relatos del Bestiario Nocturno

QUIEN CAMINA ABAJO

Mis labios se agrietan y sangran cada vez que tarareo, pero no puedo parar. Es lo único que impide que el mar me trague por completo.

No sé cuánto tiempo he estado a la deriva-días, semanas, tal vez más. El sol me ha quemado la piel hasta volverla corteza, la sal me araña los ojos, y ese ritmo... ese maldito ritmo no cesa. Un golpe sordo, persistente, que resuena en mi pecho como un tambor tallado en hueso.

Fui Mateo, marinero, hombre del agua. Ahora soy apenas un pellejo flotando sobre un tablón astillado del San Lázaro, perseguido por lo que despertamos. La cosa del tambor.

Éramos doce en ese barco maldito. Una tripulación curtida en rutas oscuras, transportando carga que nadie debía ver. El San Lázaro era un arrastrero viejo, oxidado como promesa rota, su casco remendado con remaches y silencios. Éramos traficantes, mentirosos, hombres con sombras que pesaban más que el ancla. Yo no era distinto. Me callé cuando el capitán escondió dinero ensangrentado entre barriles de pescado. Me hice el ciego cuando Juan, un novato curioso, desapareció una noche, dejando solo sus botas en el muelle. Todavía sueño con su hija, recorriendo la costa, buscándolo con los ojos grandes y rotos. El mar olía nuestra culpa.

Todo comenzó con un sueño. Tres noches antes del final, desperté empapado en sudor, con el corazón latiendo como un animal atrapado. Soñé con una costa hecha de huesos-cráneos y vértebras apilados como coral muerto, bajo un cielo que lloraba luz verde. Desde el fondo del océano, un faro palpitaba, y su luz cortaba la oscuridad como un bisturí. Creí que era fiebre, pero la siguiente noche, Luis, el más joven, se levantó gritando sobre ese mismo faro. Decía que le susurraba su nombre. Los demás se rieron, pero yo vi los nudillos blancos del capitán, aferrado a su rosario, murmurando plegarias sin voz.

La tormenta no llegó con nubes ni viento. Llegó con un silencio seco, brutal. El barco se inclinó sin aviso, los motores murieron, la radio escupió solo estática. El mar se volvió espejo, inmóvil, y entonces comenzaron los golpes. Thud. Thud. Lentos, pesados, subiendo desde el fondo como pasos de algo que caminaba bajo el agua.

Me aferré a los pasamanos, miré al abismo, y mi reflejo me devolvió una cara que no reconocí. El aire olía a polvo de hueso, no a sal. El viejo Diego, que había navegado más años de los que podía contar, murmuró algo: "Quien camina abajo." Dijo que venía por barcos cargados de pecado. Le mandé callar, pero mi cigarro temblaba en mis dedos.

El tambor comenzó entonces. No fuerte, apenas un murmullo. Un pulso tibio en el cráneo, en las encías, en el centro del estómago. Lo sentíamos todos. Luis se rascaba el pecho como si algo le mordiera por dentro. El rosario del capitán se rompió. Las cuentas rodaron por la cubierta y desaparecieron en la oscuridad. Nadie dijo nada. No hacía falta. El mar estaba escuchando.

A medianoche, surgió. Sin olas, sin sonido. Una sombra de treinta metros, tal vez más, emergiendo sin perturbar el agua, como si el océano la pariera con cuidado. Su silueta era humana en apariencia, pero algo en sus proporciones estaba... errado. Como un cuerpo estirado por el abismo.

Sus brazos aparecieron primero, largos y colgantes, como velas podridas. En vez de dedos, tenía nudos amorfos llenos de ventosas que se abrían y cerraban con un ansia muda. Me faltó el aliento. La tripulación quedó petrificada. Su torso era una armadura de coral negro, vivo, que se incrustaba hacia dentro. Entre las placas, miles de ojos minúsculos parpadeaban, sin coordinación, sin alma.

Y entonces, su cabeza. Un yelmo oxidado, deforme, hecho de metal y hueso, vacío salvo por una grieta de donde brotó el tambor, profundo como el mundo antes del mundo. Vibró la madera bajo nuestros pies. Vibraron nuestras vértebras.

Luis cayó de rodillas, murmurando oraciones en un idioma que ninguno conocía. El capitán gritó órdenes, pero su voz se quebró, inútil. Yo quería correr, lanzarme al agua, pero mis piernas eran columnas de sal. La cosa no se acercó. No hizo falta. Nos miraba. Con todos sus ojos. Y cada golpe del tambor nos devolvía lo que habíamos enterrado.

Las botas de Juan. La sangre en las escamas. La niña con los ojos rotos.
Cada thud escarbaba, sacaba pus de nuestro pasado. Nos desnudó. No con fuerza, sino con vergüenza. Las ventosas se estremecieron, saboreando nuestra podredumbre.

Entonces extendió un brazo, despacio, como si la eternidad no le pesara. Rodeó el San Lázaro con una delicadeza asesina. La madera gimió, se astilló. No nos aplastó. Nos hundió. Con paciencia. Como un castigo ritual.

El mar se tragó primero la proa. Después el puente. Yo me aferré a un pasamano. Grité hasta desgarrarme, pero el tambor ahogó mi voz. Sentí su piel-seca, áspera como ceniza-rozarme el brazo. Luis desapareció sin un sonido. Diego cayó sin luchar, tenía los ojos fijos en el pecho de la criatura, donde los ojos parpadeaban al ritmo de su miedo.

No sé por qué sigo aquí. Un instante estaba bajo el agua, con el tambor haciéndome trizas por dentro. Al siguiente, flotaba sobre este madero. Solo. El mar estaba calmado. Las estrellas, nítidas como cuchillas.

Y el ritmo... seguía. No en el agua. En mí.

Intenté gritar, pero de mi garganta salió un zumbido seco. Una melodía rota, hueca. El eco del tambor. Mis manos buscaron mi pecho, queriendo sentir mi corazón. Pero el latido no era mío.

El tiempo se volvió un rumor. El sol me ha escaldado hasta hacerme carne abierta. La sal me come. Pero el zumbido me mantiene vivo.

Ahora veo el faro. No en sueños. En el horizonte. Parpadea, allá donde el mar se curva, llamándome. El tambor se ha vuelto parte del viento. De las olas. Del crujido de la madera.

Intento recordar la voz de mi madre, la risa de mi hermana, el aroma del tabaco de mi padre. Pero se desvanecen. En su lugar, una costa de huesos. Una luz que corta la noche. Un abismo que respira.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.