Relatos del Bestiario Nocturno

DAMIÁN BELTRÁN

Me llamo Damián Beltrán, y siempre he creído que la belleza es equilibrio: una sonrisa que encaje, una voz sin grietas, una vida sin peso. Antes era cirujano. No uno cualquiera, sino uno que devolvía el alma al rostro, la dignidad a la carne. Llegaban a mí rotos: por accidentes, por los años, por los espejos. Yo los escuchaba. Yo los curaba. Yo los hacía completos.

Eso fue antes de los susurros. Antes de los comités, los papeles, la caída. Antes de entender que la verdadera curación comienza donde termina la anestesia.

Ahora trabajo solo, en una casa vieja al borde de la ciudad, donde el viento siempre parece a punto de decir algo. No hago publicidad, no salgo. No hace falta. Quien me necesita, me encuentra. Y yo nunca cierro la puerta.

Mi hogar es discreto: muros cubiertos de hiedra, ventanas ciegas de polvo, un zaguán que cruje como si se quejara. Adentro, el salón conserva su dignidad antigua: butacas de terciopelo burdeos, un escritorio de caoba, una lámpara que lanza sombras suaves sobre las paredes. Pero es abajo, en el sótano, donde ocurre el verdadero trabajo. Allí el aire es limpio, cortante, como dentro de un quirófano que no ha olvidado lo que se hace con los errores.

Mi mesa de acero no rechina. Mis instrumentos nunca pierden filo. Los mantengo listos, no por obsesión, sino porque la necesidad no descansa. Siempre llega alguien. Siempre.

La primera fue Sofía. Primavera pasada. No más de veinte años, cuerpo menudo, voz quebradiza. No podía mirarme a los ojos. "Estoy mal hecha", murmuró, con los dedos enredados en una bufanda raída. "No soy... correcta."

Sentí su dolor como una punzada limpia. Ese tipo de dolor que no sangra, pero que lo mancha todo. Le hablé con ternura, como a una hija: —No estás mal. Fuiste malformada. Yo puedo ayudarte.

Y ella sonrió, apenas, como quien escucha promesas en una tormenta.

La conduje al sótano. Le ofrecí té con una dosis justa de midazolam para calmar sus dudas. La recosté con cuidado, su respiración leve, confiada. Mis manos trabajaron con delicadeza. Redibujé su sonrisa, eliminé la tristeza de su boca. Ni una gota más de sangre que la necesaria. Ni un corte donde no debía. Cuando terminé, la paz en su rostro me confirmó que había cumplido.

No despertó. Pero no parecía dormida. Parecía... perfecta.

La enterré bajo las rosas. Desde entonces, florecen con una ferocidad inusual. Rojas como carne fresca. A veces, al regarlas, creo oír su risa. O su gratitud. Prefiero pensar que es eso. No me interesa lo otro.

Después vinieron más.

Raúl llegó una noche, temblando, el rostro hundido en sombras. "No puedo más. Los veo. Cada vez que cierro los ojos, los veo."

Entendí enseguida. Le ofrecí descanso. Retiré sus ojos con el respeto de quien devuelve una deuda. No gritó. Solo exhaló, como si al fin se librara de un peso viejo. No me dio las gracias. Pero la calma en su rostro fue suficiente.

Luego Ana. Atada a su teléfono como a una cruz. Sus dedos eran un nido de tics, cada uno buscando aprobación digital. Susurraba frases sin contexto, pedazos de redes sociales que no significaban nada. Le tejí los dedos entre sí, una delicada costura de carne, para que aprendiera el valor del silencio. Huyó antes de que pudiera explicarle. Pero sé que un día comprenderá. La sanación tarda.

Esta noche es Javier.

Treinta y tantos. Ojeras hundidas. Manos que no encuentran descanso. Se sienta frente a mí como quien espera sentencia.

—No soy suficiente —dice, y se quiebra—. Para nadie. Mi jefe, mi pareja, mi hijo... Todos quieren algo que no sé ser. Estoy... roto.

Lo observo. Lo siento. Me inclino hacia él.

—No estás roto, Javier. Fuiste ensamblado con errores. Pero yo puedo mostrarte cómo deberías haber sido.

Asiente. Llora. Agradece.

Lo acompaño al sótano. Mis zapatos golpean los escalones como metrónomos. Él bebe el agua que le ofrezco. Le tiembla el cuerpo, pero no se resiste. Se recuesta. Me mira.

—Mi voz... —susurra—. Siempre se quiebra. Nunca logro decir lo que importa.
—Entonces necesitas una voz nueva —respondo—. Una que no se esconda.

Tomo el bisturí. Afilo mis pensamientos. Trazo una incisión bajo su garganta, moldeando una boca más cerca del alma que de la lengua. Un canal por donde fluyan las palabras verdaderas.

Pero la luz parpadea. Un zumbido leve, una interrupción breve. Y con ella, un recuerdo que no pedí:

Elena. Dieciséis años. Rostro deshecho por el fuego. Pero sus ojos... sus ojos brillaban con esperanza. "¿Puedo volver a verme?" me preguntó.

Lo prometí.

Fue un error. Mala anestesia. Mi culpa. Su corazón no lo soportó. Y cuando dijeron negligencia, cuando vino la prensa, las demandas, la revocación, no entendieron. Nadie quiso ver que Elena, en la muerte, por fin tenía un rostro sereno.

La imagen me tiembla en los dedos. El bisturí vacila. Las puntadas en Javier se tuercen. Su pulso decae. La incisión sangra más de lo previsto.

Presiono. Me concentro. —Tranquilo —le digo—. Vas a ser perfecto. Pero mi voz ya no suena segura. Mi camisa se mancha. El suelo también. Javier no se mueve.

Silencio.

Recojo el cuerpo. Lo llevo al jardín. Cavo junto a las otras tumbas invisibles. Cada una alimenta un rosal. Me digo que florecen por ellos. Que es una forma de darles vida.

Pero mientras entierro a Javier, el aire se espesa. El zumbido de la lámpara se cuela entre los suspiros del viento. Y juro que oigo voces. No gritos. Voces suaves, como las de niños en misa. Como rezos. Como juicios.

Regreso al salón. Lavo mis manos. Cambio de camisa. El espejo me devuelve una imagen limpia, casi amable. Reviso los papeles sobre el escritorio. No hay nombres, no hay contactos. Solo indicios, fragmentos, plegarias a la perfección.

No soy un monstruo. Soy un restaurador. Un corrector de imperfecciones que otros decidieron ignorar.

Pero esta noche, mientras la casa tiembla leve con cada paso del viento, algo no encaja. Mis manos tiemblan. El reflejo me observa demasiado fijo. Y los pasos en el piso superior no son míos. Alguien ha llegado.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.