Me llamo Mirlon. Al menos, eso queda del nombre que alguna vez tuvo sentido. Hoy es solo un murmullo entre ruinas, una palabra rota que me ata a la última chispa de lo que fui. Camino encorvado, demasiado alto para esta vida, como si cada vértebra se rindiera bajo un peso que nadie ve. Mi rostro es una máscara de pintura cuarteada, blanca como la niebla, rota por una sonrisa roja, temblorosa, que sangra tristeza sobre mis ojos azul ceniza. Mi traje de payaso, antes festín de colores, es ahora una carcasa ajada, remendada con gritos olvidados. En mi solapa, una flor marchita exhala un perfume agrio a cosas muertas. Me muevo como si las luces del escenario aún me alumbraran, haciendo reverencias a los fantasmas, malabareando con memorias. Busco a Eli. Mi hija. Mi estrella. Su rostro se desvanece con cada paso, y escribo esto porque tengo miedo... no de lo que soy, sino de olvidarlo.
Todo comenzó bajo una carpa, hace una eternidad. Yo era Mirlon el Magnífico, bufón de sonrisas, titiritero del asombro. El circo era mi hogar, un mundo de tela tensa y olor a aserrín, donde la risa de los niños era música sagrada. Eli corría entre el público, seis años de luna rizada en su cabeza, gritando "¡Papá, haz llover!", y yo lo empapaba con la flor de mi pecho. Su risa... era el centro del universo. Aquella noche, la carpa estaba llena. Yo bailaba sobre un monociclo, malabares de fuego entre mis manos. Y fallé. El sudor me traicionó, una antorcha escapó, y el lienzo ardió como si el infierno mismo hubiera respirado. Tomé su mano. Corrimos. Pero la multitud empujó, gritó, se desbordó. Y lo perdí. Lo encontré tendido, su cabello convertido en carbón, su pequeño cuerpo sin voz. No gritó. Solo se fue.
El circo murió después de eso. Las risas se apagaron, la lona se vino abajo, y yo quedé solo, pintado y vacío. Noche tras noche actué para nadie, moviéndome como si Eli aún mirara. Le cantaba su canción: "Estrellita, ¿dónde estás?", y el polvo me respondía. Una noche, el espejo me devolvió un rostro que ya no era mío. La piel se tensó, los huesos se ablandaron. Y me transformé. No sé en qué. Un ser de pintura, de duelo, de culpa. El traje se volvió prisión. El maquillaje, maldición. Desde entonces, camino donde el dolor infantil grita en silencio. Donde hay miedo, allí me lleva algo que no entiendo.
No siempre mato. A veces, solo juego. En una casa de acogida, una niña con los brazos marcados me miró sin alma. Le dejé un globo en forma de corazón junto a su almohada. Lo abrazó dormida, y por un instante, Eli volvió. Un susurro de su risa. Me desvanecí con el alba, lágrimas negras surcando mis mejillas. Pero cuando huelo la podredumbre de los que dañan, algo se enciende en mí, algo frío. Y actúo. Cada acto de justicia me arranca otra parte de Eli. Su rostro se difumina, como una fotografía bajo la lluvia.
Hace una semana, una casa hundida en penumbra me llamó. Entré por una rendija, deslizándome como humo viejo. Un niño temblaba bajo la cama, un moretón dibujado en su brazo. Me arrodillé, los huesos crujiendo, y canté su canción, rota. Me miró. "¿Eres real?", susurró. Asentí. Saqué un títere de mi manga. Sonrió. Dios, cómo dolió. Quise quedarme, ser su Mirlon, hacerle reír. Pero entonces, pasos pesados en el pasillo. Un hombre, cinturón en mano, voz hecha cuchillo.
Me erguí. Mis brazos se alargaron, los dedos danzaron como cintas. El aire olía a algodón podrido. "¡Y ahora... el gran final!", dije, con voz hueca. El hombre se detuvo. Mis manos se movieron, certeras. Un truco limpio, sin aplausos. Cayó en silencio. Lloré, lágrimas espesas, mi voz apenas un lamento: "Eli, perdóname." Dejé una flor gris sobre el cuerpo, y cuando volví a la niña, ya dormía. Quise quedarme, protegerla. Pero el amanecer me expulsó, y cada rayo me pesaba como una cruz.
He hecho esto tantas veces. Tantas flores sin perfume, tantos silencios sin consuelo. Cada niño salvado me roba un pedazo de Eli. Y lo odio. Y lo necesito. Vagando, encontré a una niña en un parque de caravanas. Su cabello enredado, las muñecas heridas. Me acerqué danzando en silencio, le ofrecí un corazón de globo con el nombre de Eli temblando en él. Me miró. "No das miedo. Estás triste." No pude responder. Vi a mi hija en ella. "Corre, pequeña estrella", logré decir. Y se fue, el globo flotando tras ella como un deseo que no se cumple. Me senté en un columpio oxidado y lloré hasta que el mundo se volvió mudo.
Pero lo peor llegó anoche. Un arcade abandonado, luces parpadeantes, olor a moho. Una niña se escondía tras una máquina de garras. Me acerqué, mi cuerpo plegándose entre cables rotos. Canté. Me miró. "¿Eres Mirlon? Mamá me habló de ti." Mi corazón se detuvo. Vi a Eli, su risa intacta. Quise tocarla, ser su héroe. Pero un juguete rió desde la esquina, una carcajada mecánica. Vi el rostro de mi hija, quemado. Vi al hombre del cinturón. El odio despertó. Grité sin sonido. "¡Corre, pequeña estrella, corre!" La niña dudó, confiaba. La empujé hacia la puerta. Pero el juguete volvió a reír, y yo... yo rompí. Aplasté el muñeco, chispas, cristal, humo. El hombre no estaba. Solo la niña. Mirándome.
"No eres él", dijo. Y retrocedió. Yo me quedé quieto. Mi corazón de globo estalló. La niña huyó. Y yo no lo seguí. Me derrumbé. Mi pintura se resquebrajó. Mis lágrimas mancharon el suelo con dulzura pútrida.
Ahora estoy en un callejón, doblado dentro de una caja vacía. Mi traje húmedo. Mi flor hecha polvo. Siento el llamado: otro llanto infantil. Mis piernas se mueven. Mis manos se alistan. Pero no por justicia. No por redención. Por miedo. Miedo de perder a Eli para siempre. De que su voz sea solo un eco, y su imagen, un recuerdo mentiroso. No temo morir. Solo temo el instante en que él ya no esté. Que no quede nada de Mirlon, salvo pintura vieja y un dolor que nadie ve.
El llanto crece. Me alzo. Camino. Mi voz es un rezo roto.
"Estrellita... ¿dónde estás?"
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Editado: 04.08.2025