Hay una espiral grabada en mi parabrisas. No es pintura, ni suciedad. Está tallada. Fina, precisa. Brilla con un tono azul pálido que pulsa suavemente, como una vena bajo la piel. Ayer no estaba ahí.
Me llamo Lena. Estoy escribiendo esto al dorso de un recibo de gasolinera porque mis manos no dejan de temblar y no confío en mi memoria para sostener lo que viví. Tengo veintisiete años, soy repartidora, y anoche algo me marcó. Algo llamado Cribo. Algo que retuerce el destino como si fuese cuerda mojada. Desde entonces, siento que mi vida ha sido anudada a una fuerza que no comprendo.
Y tengo miedo. No solo de lo que viene... sino de lo que ya perdí.
Pasaban apenas unos minutos de la medianoche. Esa hora delgada donde el mundo parece más frágil, como vidrio al borde de quebrarse. Iba camino a entregar un paquete a una granja más allá de la cantera, un lugar del que nadie habla salvo para advertir que no vale la pena ir. Pero yo fui. El trabajo no perdona, y el dinero no alcanza.
La radio del furgón escupía estática. El GPS parpadeaba, mostrando calles que no existían. Por un momento, una voz susurró "Eve", el nombre de mi hermana, antes de apagarse por completo. Pensé en ella. En lo último que me dijo antes de desaparecer de mi vida tres años atrás: "Vas a quedarte sola, Lena."
La niebla era espesa, casi sólida, y se enroscaba en los faros como dedos de un cuerpo invisible. El zumbido empezó poco después. No era un sonido; era una vibración dentro de mis huesos. Profunda, insistente. No noté que el paquete a mi lado comenzaba a abrirse por sí solo, que una luz azul se filtraba desde las rendijas.
El camino bordeaba la cantera: un vacío negro a mi izquierda, más hondo que el cielo. Al frente, la casa. Abandonada. Tejado hundido, ventanas cubiertas con tablones rotos. Apagué el motor. Bajé. La grava crujió bajo mis botas. El aire era espeso, como si respirarlo costara más que antes. El zumbido crecía. Abrí la puerta trasera y tomé el paquete. Era demasiado liviano. Lo sentí pulsar contra mis dedos, como si algo respirara dentro. Fue entonces cuando lo vi. Flotando en la niebla, a pocos metros, una figura redonda, translúcida, suspendida sin esfuerzo en el aire. Su superficie vibraba como una burbuja atrapando tormentas. Dentro, un fulgor azul. Desde su base colgaban tres tentáculos etéreos, que rozaban el suelo sin tocarlo, dibujando espirales en la tierra. Cribo.
No tenía ojos, ni rostro, pero lo sentí entrar en mi mente. No con palabras, sino con peso. Revisando mis pensamientos, desenterrando imágenes: la cara de Eve llorando, su voz quebrada, los cumpleaños que ignoré, los mensajes sin respuesta. Sentí que me desnudaba desde adentro.
La puerta de la granja se abrió con un quejido. Apenas una rendija, lo suficiente para dejar ver... algo. Una silueta. Pequeña, pero imposible. Su contorno ondulaba como humo contenido en piel. No caminaba, no se movía, pero su presencia me hundía el pecho. No era humana. Ni pretendía serlo. Y yo... sabía que debía entrar. Sentía el tirón. Como si todo me empujara hacia esa puerta.
Cribo se acercó. Sus tentáculos se agitaron de golpe. El zumbido subió de intensidad hasta convertirse en un grito que no se oía, solo se sentía. Tropecé. Caí. El paquete se abrió contra el suelo. De su interior surgió una ráfaga de luz azul helada, y la puerta se cerró de golpe. El silencio volvió, repentino. El aire recuperó su peso habitual. Cribo flotaba inmóvil. Su fulgor palidecía. Me incorporé con torpeza, recogí el paquete—que ahora no brillaba. Solo contenía papeles. Uno de ellos tenía letra conocida: Lena, vuelve a casa. Firmado por Eve.
Huí. No volví a casa. Frené en la primera gasolinera abierta, donde las luces fluorescentes zumbaban como ecos del ente que acababa de ver. Mis manos no paraban de temblar. Volví a sellar el paquete con cinta, como si eso pudiera contener lo que había pasado. Llamé a Eve. Me contestó el buzón. Dejé un mensaje sin sentido: Lo siento. Te vi. Te necesito. Antes de colgar, la estática regresó. Y una voz, susurrando: sola, Lena.
Fui al único diner abierto. Pedí café. No lo toqué. Me senté a escribir en los reversos de cada recibo que encontré. Cribo seguía ahí. No en cuerpo, pero sí en mí. En el zumbido bajo mi piel. En las luces que titilaban. En el reflejo distorsionado de las ventanas.
Esa noche, en mi departamento, traté de dormir. Pero la niebla estaba afuera, pegada al vidrio como una segunda piel. Me desperté jadeando, con un nudo en el pecho. En la cocina, flotando como un recuerdo que no se quiere ir, estaba Cribo. Más pequeño. Su chispa casi extinguida. Sus tentáculos colgaban, agotados. Y otra vez, lo sentí dentro. Escarbando.
Me mostró imágenes como pesadillas: Eve en un hospital, sus muñecas vendadas; mi furgón cayendo por un barranco que jamás recorrí; la sombra de la granja, ahora con la cara de Eve, sus rasgos suaves, pero sus ojos hambrientos. Grité. Cribo desapareció.
Pero el espejo no mentía: mis ojos brillaban en azul. Y en mi cuello, donde latía mi pulso, una espiral palpitaba. Desde entonces, no he salido del diner. El zumbido nunca se fue. Cribo está en todas partes: en el parpadeo del jukebox, en el vapor de la cafetera. Su chispa es cada vez más débil. Y la sombra... está más cerca. A veces, es Eve. A veces, soy yo.
Hoy encontré el paquete en mi mochila. Juro que lo dejé en el furgón. El papel de Eve ya no está. Solo hay una foto vieja. Ella y yo, de niñas, riendo. Alguien ha dibujado una espiral sobre mi rostro. Llamé a Eve otra vez. El teléfono murió. Su pantalla solo mostró una palabra: sola.
La camarera del diner se llama Eve. Lo dice su placa. Pero su sonrisa es demasiado fija. Y su sombra... se mueve cuando ella no lo hace. Anoche, volvió. En el baño del diner. La niebla salió por los respiraderos. El espejo ya no era mío.
La sombra me miraba desde el otro lado. Su rostro era el mío. Pero su boca... su boca era una espiral abierta, tragando azul. Cribo apareció a su lado, apenas una chispa. Agonizante. Sus tentáculos colgaban como ramas muertas.
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Editado: 04.08.2025