Relatos del Bestiario Nocturno

EL GLOBERO

Clau caminaba por las calles de su localidad como quien se ha vuelto parte del paisaje: sin ruido, sin sombra. A sus treinta y cuatro años, llevaba la contabilidad de una ferretería, pasaba las noches en un apartamento modesto con vista a la plaza del pueblo y contaba sus días en pérdidas. Su madre, devorada por el cáncer. Su hermano Tom, muerto en una pelea de bar. Y ella misma, extraviada en un silencio que no sabía nombrar.

Una tarde de octubre, el aire olía a manzanas y hojas secas. La plaza vibraba con niños corriendo, vendedores gritando ofertas, y el sol colándose entre ramas desnudas. Clau cruzaba con un sobre lleno de facturas vencidas cuando lo vio por primera vez.

Estaba junto al viejo roble, al margen del bullicio, como si no perteneciera del todo a este mundo. Vestía un traje deslucido, el chaleco deshilachado, una camisa blanca manchada y un sombrero hondo que le ocultaba la frente. A su lado, un carrito metálico oxidado cargaba cinco globos que flotaban a baja altura. Sus colores eran profundos: rojo, azul, verde, amarillo y negro. Pero no brillaban. Al contrario, parecían absorber la luz, como si estuvieran hechos de algo más denso que el aire.

Clau se detuvo. Un escalofrío le trepó por la espalda. El hombre no se movía, pero la miraba. Lo supo sin ver sus ojos. Lo supo en los latidos de su pecho, que se volvieron erráticos. A su alrededor, el mundo seguía igual: risas, pasos, el tintinear de monedas. Nadie más parecía verlo. Volvió la vista un instante para recuperar el aliento. Cuando volvió a mirar, él ya no estaba.

Esa noche soñó con globos. No flotaban, sino que latían. Sus cuerdas se enroscaban en sus muñecas, suaves al principio, luego apretando como ligaduras de carne. Uno, amarillo, estalló con un crujido seco. Al despertar, sintió una presión tibia en las venas, como si algo se hubiera metido bajo su piel.

Al día siguiente, él estaba frente a su oficina. Tenía cuatro globos. El amarillo había desaparecido. Clara dejó caer su café. El líquido le quemó la mano, pero apenas lo sintió. El globero seguía inmóvil, pero algo en su rostro había cambiado: era más nítido, más... cercano. Casi familiar. Su carrito estaba más pulido, y las cintas que lo adornaban se agitaban con un viento que no tocaba nada más. Nadie lo vio. Ni el señor que barría las hojas, ni los niños que pasaban gritando. Solo ella.

Dentro de la oficina, los números se le deformaban en la pantalla. El zumbido sordo que había comenzado en su sueño volvía, ahora persistente, vibrando en sus huesos. En el reflejo del monitor, creyó ver una espiral negro en su mejilla. Parpadeó. No estaba.

Esa noche soñó con Tom. Tenía el rostro gris, y sostenía un globo negro. Le acariciaba la mejilla y susurraba algo que no alcanzaba a entender. La cuerda del globo se deslizaba como una serpiente por su cuello. Al despertar, tenía la garganta seca y la frente empapada.

El tercer día lo vio en el mercado, tres globos: rojo, azul y negro. El carrito brillaba débilmente, como si despertara. Clau pidió el día en el trabajo, cerró las cortinas, apagó el teléfono. Se sentó frente a la ventana. No volvió a verlo ese día, pero el aire estaba denso, y en la noche, el olor a algodón de azúcar flotaba entre los muros. Dulce y podrido, como las ferias de su infancia.

Escribió en su diario. Preguntas sin respuesta: ¿Por qué yo? ¿Qué significan los globos? ¿Es la muerte? ¿Estoy soñando aún? Al final de la página, sin saber cómo, había dibujado una espiral. Negro. Temblorosa.

El cuarto día intentó huir. Llenó una mochila con ropa y agua, bajó las escaleras sin mirar atrás, y condujo hacia la autopista. Pero lo encontró en el puente de salida del pueblo. Dos globos: rojo y negro. Su rostro era el de Tom. Luego el de su madre. Luego ninguno. Las cintas del carrito se agitaban como tentáculos, y el zumbido ya era un rugido en sus oídos. Clau gritó, giró el volante. El coche patinó y se detuvo en la cuneta. Cuando levantó la vista, él ya no estaba.

Regresó a casa temblando. No durmió. El reloj se detuvo. Las luces parpadearon. Soñó, despierta o no, con su madre en la cocina, sosteniendo un globo negro. "Te estás borrando, Clau," le decía.

El quinto día amaneció con fiebre. Tenía espirales marcadas en el rostro y los brazos. Negros. Se desvanecían cuando las tocaba, pero dejaban una quemadura invisible. No comió. No habló. Miró por las rendijas de la persiana, y allí estaba: el globero, un solo globo: negro. Su superficie latía. Las cintas del carrito trepaban por las paredes, buscando.

El zumbido era ahora un grito mudo, sin garganta ni boca, y Clau supo que si se quedaba un segundo más, no quedaría nada de ella. Salió corriendo. La plaza estaba vacía. Las hojas giraban como insectos muertos. El aire sabía a sangre dulce. Corrió más allá del pueblo, hasta un campo donde la niebla la envolvió. Allí, el globero la esperaba.

El globo negro flotaba bajo. Su cuerda tensa. Su superficie palpitante. Clau tropezó. La rodilla se le abrió en carne. Se arrastró sobre el pasto húmedo. Él avanzó. Su rostro era el suyo. Sus ojos vacíos. El globo estalló. Un sonido seco, final. Él se inclinó. No sonrió. No habló. Solo exhaló. Un suspiro largo, como el aire que escapa de un féretro sellado.

Entonces Clau lo vio todo: La sangre de Tom en el suelo. La mano de su madre soltando la suya. Su vida escondida detrás de cuentas y rutinas. La promesa que había hecho de no sentir más. De desaparecer. El globero se incorporó. Su carrito brillaba. En su mano, cinco globos nuevos. Los colores frescos. Vivos. Sedientos. Clau fue hallada al amanecer. Su cuerpo intacto. Su rostro tranquilo. En la garganta, una espiral negro, como una firma.

Su localidad la lloró. Otra alma callada, ida sin ruido. Pero esa noche, en la plaza, un hombre delgado y gris se detuvo bajo el roble. A su lado, un carrito oxidado. En su mano, cinco globos. Sus cuerdas temblaban. Como si ya supieran el nombre que vendría.




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