Relatos del Bestiario Nocturno

EL NAZARENO

No recuerdo mi nombre. No con certeza. Tal vez lo soñé. Tal vez lo abandoné en alguna carretera, junto al último trozo de mí que no le pertenecía. Me llaman Ezra. Es el nombre que Él me dio. Un susurro que me perforó como un clavo caliente, suave como una canción de cuna y hondo como una tumba. Desde entonces, soy eso. Ezra. Un eco. Un recipiente.

Fui uno de sus Videntes. Llevaba los harapos consagrados, las marcas en la piel —una cruz torcida, como si Dios se hubiera roto las manos al clavarla— y en los ojos esa llama que sólo arde cuando uno ya se ha vaciado por completo. Lo seguí. Lo adoré. Le entregué mi sangre, mi fe, mis recuerdos. Pensé que era mi salvación. Ahora escribo en esta choza carcomida por la humedad, aferrándome a las palabras como a los últimos jirones de humanidad. El viento gime como un animal herido entre las tablas podridas, y cada crujido parece llamarme de vuelta. Su voz aún vive en mi cráneo.

Todo comenzó entre escombros, cuando la guerra se lo comía todo y el cielo era un párpado quemado. Yo sobrevivía entre ruinas, oliendo cadáveres frescos para saber si aún guardaban algo útil. No tenía nada. Ni madre. Ni nombre. Ni futuro. Y entonces lo vi.

Caminaba como si no tocara el suelo. Sus ropas eran un mosaico de telas robadas, harapos manchados que se agitaban con una gracia imposible. Su piel tenía el color de la vela derretida, y su rostro... Dios. Su rostro era bello. No como un hombre, sino como una estatua tallada por un artista loco que nunca había visto a un ser humano. Su sonrisa era amplia, cálida, casi infantil. Y sin embargo... había algo. Un desequilibrio en su proporción. Un aliento que olía a incienso viejo y carne tibia.

Se arrodilló junto a un niño muerto, medio sepultado por una viga. Le tocó el pecho. El cuerpo se arqueó. El niño jadeó. Se levantó. Caminó. Lo siguió. Sin hablar. Sin llorar. Sin alma.

Yo presencié ese milagro. Y no huí. Maldita sea, no huí. Lo seguí como un insecto atraído por una vela. "Ven", dijo. No me lo pidió. Me lo dictó. Y yo fui.

Nunca dijo su nombre. Los Videntes lo llamaban el Nazareno. Lo veían como la carne redentora, el segundo advenimiento, la llama que debía arrasar el mundo para purificarlo. Nos tatuábamos cruces deformes, orábamos en lenguas que nadie comprendía, y cantábamos mientras el dolor nos arrancaba el aliento. Yo sentí que todo tenía sentido por fin. Que el sufrimiento era sagrado.

Al principio, sus obras eran prodigios. Sanó a una mujer desfigurada a causa de un disparo. Tocó su rostro, y la piel volvió a cerrarse, lisa como una sábana nueva. Ella lloró, besó sus dedos. En otra aldea, resucitó a una niña desnutrida. La pequeña abrió los ojos y caminó entre nosotros, muda, temblorosa. Decíamos que era por respeto, por devoción. Pero había algo en sus miradas. Algo... ausente. Como si el alma hubiera vuelto mal colocada.

Luego todo se pudrió. La mujer curada comenzó a retorcerse de noche. Su brazo sanado creció de más, abriéndose en ramas de hueso. La niña ya no dormía. Solo se sentaba, con los ojos abiertos y los dedos moviéndose como si tejieran algo en el aire. Y las resurrecciones... Dios. Aquello no era vida. Eran títeres húmedos, caminando con los músculos tensos y los ojos demasiado abiertos.

Y aún así, lo seguimos. Recorríamos pueblos destruidos, recogiendo lo que quedaba. Él señalaba a una criatura: "Ese es mío". A veces era un niño. O una anciana. Entrábamos por la noche. Sin ruido. Los tomábamos. Los llevábamos ante Él. Y Él los tocaba. Y ellos... cambiaban. Se volvían quietos. Obedientes. Pero sus bocas se movían solas, murmurando cosas en la oscuridad. Respiraban distinto. Como si no lo hicieran por los pulmones, sino por algo más profundo.

Él no prometía cielo. Ni descanso. Solo repetía una frase: "Debo ser visto. Debo ser creído."

Lo decíamos con Él, como letanías. Algunos comenzaron a deteriorarse. Los más viejos entre nosotros caminaban arrastrando los pies, la piel amarilla, los ojos hundidos. Hablaban poco. Pero sus cruces brillaban. Como si ardieran desde adentro.

Yo también comencé a olvidar. Primero la voz de mi madre. Luego la risa de mi hermana. Al final, sólo recordaba su rostro. Su voz. Su nombre. Aunque nunca lo dijo. Todo se quebró en una catedral en ruinas.

Los bancos llenos de fieles con la mirada vacía. Él de pie, envuelto en ropajes que ya no eran trapos, sino pieles oscuras, húmedas. "Traedme a los rotos", ordenó. Le llevamos a una mujer enferma. Él la sanó con un dedo, y el templo estalló en júbilo. Pero ella comenzó a cantar su nombre, sin parar. Y sus uñas escarbaron en sus propias mejillas. Sus ojos eran blancos. Como los de Él.

"Ezra", me dijo, con su voz múltiple. "¿Dudas?"

Sí. Comencé a dudar. A mirar más de cerca. A oler la carne revivida. A notar cómo los cuerpos se agrietaban con el tiempo, como barro reseco. Uno de los Videntes se arrancó los ojos. "No quiero verlo más", gritó, antes de caer de rodillas, con las órbitas negras sangrando ceniza. Nadie le ayudó. Solo rezamos. Lo abandoné en el desierto. Me arranqué la túnica, raspé mi piel con piedras hasta borrar la cruz. Corrí hasta que las piernas me fallaron. Hasta que el cielo dejó de arder.

Ahora estoy aquí. En esta choza sin tiempo. El moho me respira en la nuca. La madera cruje como si pensara. Y yo escribo. Para no olvidarme. Para no dejar que Él me habite otra vez. Pero su voz ya se filtra. La escucho en las gotas que caen del techo. En el silbido del viento. En mis huesos.

Anoche soñé con su rostro. Era el mío. Y sonreía. Una sonrisa tan ancha que partía la cara en dos. El silencio es espeso. Él odia el silencio. Se alimenta del sonido, de la fe, de la mirada. Por eso mantengo la lámpara encendida. Por eso escribo. Pero algo se acerca. Lo siento. En el barro. En los pasos húmedos. En el murmullo que ya no está solo en mi cabeza.

La puerta se abre. Y mi mano ya no escribe lo que quiero. Es suya. Como mi voz. Como mi nombre.




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