Relatos del Bestiario Nocturno

TRANSFERENCIA

El zumbido del auricular era casi reconfortante. Un murmullo persistente, tenue, que acompañaba las madrugadas en el centro de atención a usuarios, cuando la mayoría ya había abandonado el edificio o se había disuelto en la sombra de sus casas. La línea, como siempre, parpadeaba. La voz, como siempre, automática. Todo predecible, todo bajo control.

Hasta que sonó esa llamada.

No había número. No había extensión. Solo un vacío negro en la pantalla, como un ojo cerrado. Dudó, pero contestó.

—Gracias por comunicarse, Dígame, ¿Cómo puedo servirle?

Hubo silencio. Luego, una respiración. Luego, una voz que parecía salir de una habitación sin paredes:

—He sido transferido —susurró—. ¿Puedo hablar con alguien... real?

El operador frunció el ceño. La voz cambiaba mientras hablaba: primero era masculina, luego femenina, luego... suya. Era como si hablara con alguien que ya lo conocía, o peor, con alguien que lo había estado imitando.

Intentó rastrear el origen. Nada. No existía ningún registro. El canal estaba muerto desde el inicio. La línea se cortó sola.

Esa noche no soñó. Se despertó en su escritorio. Su login habitual no funcionaba. Tuvo que pedir uno nuevo, como si nunca hubiera trabajado ahí. Cuando volvió a casa, no recordaba el camino. Reconocía las calles, pero no podía decir sus nombres. El número de su edificio se había borrado del buzón. Su nombre también.

A la noche siguiente, misma hora, el mismo tono hueco. Contestó por impulso. La voz volvió.

—Transferido otra vez —dijo con una cadencia idéntica a la suya—. Hay cosas que no recuerdo bien... ¿Tú también olvidaste a tu madre?

El operador tragó saliva.

—¿Cómo sabes eso?

—La mía tenía el mismo lunar. En el cuello. Como la tuya —respondió con ternura inquietante—. ¿Puedo hablar con alguien... real?

Colgó. Pero ya era tarde.

Las llamadas se volvieron diarias. Cada vez más íntimas. La voz hablaba de una infancia junto a un río que no conocía, pero que podía oler al cerrar los ojos. De juguetes que no eran suyos, pero que podía sentir bajo sus dedos. De un perro que nunca tuvo, pero que aparecía esperándolo al volver a casa.

Los compañeros comenzaron a cambiar. Uno faltó una semana y nadie lo mencionó. Otro volvió con los mismos ojos... pero sin brillo. Hablaba como él. Se reía como él. Cuando lo llamó por su nombre, lo miró con confusión.

—No me llamo así —respondió.

Una noche encontró un archivo de voz viejo: una llamada de hace seis años, de alguien que hablaba igual que él, diciendo las mismas frases, con los mismos silencios. Como si ya hubiera vivido esta conversación antes. Como si fuera él. Pero no era.

Esa madrugada, el auricular ya no zumbaba. Vibraba. Como si algo respirara del otro lado. Lo colocó, tembloroso.

—Mario —dijo la voz.

Él no recordaba haber dicho su nombre nunca. Pero le hizo doler el pecho.

—Te extrañaba, Mario.

Él soltó el auricular. Fue al baño. Se miró al espejo. La imagen lo evitó. El reflejo se volteó antes que él.

Desde entonces, despertaba sentado en la silla, sin saber cómo había llegado. Ya no recordaba qué hacía fuera del trabajo. Su contraseña se volvió impronunciable. El teclado tecleaba solo cuando cerraba los ojos. Y en los audios automáticos escuchaba su voz decir cosas que nunca había dicho.

Una mañana, encontró una hoja impresa en su escritorio. "TRANSFERIDO". En mayúsculas. En tinta fresca. Esa noche, todas las líneas comenzaron a parpadear al mismo tiempo. Cuarenta pantallas vacías. Cuarenta llamadas sin remitente.

Él solo alcanzó a decir:

—Gracias por comunicarse, ¿Cómo puedo servirle?

Una voz respondió:

—Te estaba esperando, Mario. Esta vez, no me vas a colgar.

El operador cerró los ojos. Sintió que su nombre se desprendía de él como una piel vieja.

Dejó de ser Mario.

Pasado el tiempo, una nueva operadora ocupa el escritorio. Cabello atado, ojos hinchados por el turno de la madrugada. El auricular se ajusta. Suspira.

La línea parpadea. No hay número.

Contesta.

—Gracias por comunicarse, ¿Cómo puedo servirle?

Una voz entra, casi con cariño:

—He sido transferido. ¿Puedo hablar con alguien... real?

Ella sonríe, sin saber por qué. Como si recordara algo que nunca vivió.

Y contesta:

—Sí. Estoy aquí.




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