Relatos del Bestiario Nocturno

EL GATO

Desperté con la sensación de pelaje contra mi conciencia. No contra la piel. Contra lo que soy. Era como si algo invisible me rozara por dentro, como si el mundo me hubiera exprimido hasta dejarme atrapado en este caparazón blando, tibio, ajeno. Abrí los ojos —fendas rasgadas, inhumanas— sobre una alfombra deshilachada, en una casa que olía a pan viejo y sudor seco. No sé qué soy, ni qué fui, sólo sé que he existido antes. No recuerdo mis vidas, pero sí que hubo muchas. Ecos persistentes flotan en mí: la geometría fría de un orden cósmico extinguido, una lengua pronunciada por bocas que ya no existen, el peso de eones que aplastan a una mente demasiado grande para caber en este cuerpo de gato. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? ¿Días? ¿Siglos? La pregunta es constante, pero nunca hay respuesta. Sólo la mirada.

No soy como los demás gatos. No ronroneo. No juego con hilos. No duermo sobre las piernas de los humanos. Me siento, inmóvil, y observo. Me dejaron en esta casa sin saber lo que traían consigo: un padre que se esfuma antes del amanecer, una madre que se arrastra por la vida como un espectro, y un niño… pequeño, de mirada huidiza, que no puede sostener mis ojos. Me llaman “Medianoche”, un nombre que no significa nada, como tampoco lo hace el alimento que dejan en mi plato. No lo necesito. No tengo hambre de eso. Mi hambre es otra. Más honda. Más antigua. Algo se agita en mí cuando los miro demasiado tiempo. Y ellos lo perciben, creo. La madre tiembla al servirse café. El padre parece no verme, como si su mente resbalara sobre mi forma. Pero el niño… él sabe. Desde la primera noche, sus gritos cruzan la casa como cuchillas. No dice qué ve. Pero yo estaba allí, inmóvil. Observando.

Los acompaño desde las orillas de su rutina. Soy una sombra en el rincón, un peso en la habitación. La casa reacciona. Los relojes titilan hacia atrás durante segundos imposibles. Los espejos tiemblan, y devuelven una imagen que no es la mía: ojos enormes, un hocico que no debería existir, una silueta que no pertenece a este mundo. El tiempo se rompe como lo haría el vidrio bajo el mar. La madre olvida nombres. El niño, jugando a esconderse, se detiene y susurra que ya no recuerda cómo se llama. Se dice “algo”. Y se encoge. Sé que estoy erosionando esta realidad. No sé si vine como castigo o como semilla. Tal vez soy ambas cosas. Una cárcel viva. O una grieta.

La noche pasada, el niño pidió que no me dejaran entrar a su cuarto. “Me mira”, le dijo a la madre, abrazando su manta con manos frías. Lo hago. Lo observo dormir, sin parpadear. Anoche me senté al pie de su cama, y despertó gritando: “¡No lo mires a los ojos!” No me moví. No lo toqué. ¿O sí? Un pensamiento fugaz me atraviesa. ¿Acaso me acerqué, más de lo que debía? ¿Me deslicé entre los segundos sin darme cuenta? No lo sé. Hay momentos en los que tampoco confío en mi percepción. Sus pesadillas me alimentan. Pero algo en su temor me duele también. Una punzada extraña, como si su miedo no me perteneciera del todo. Como si hubiese algo… compartido.

Mi influencia crece. El televisor estalla en estática al pasar junto a él, figuras imposibles danzan entre los parpadeos. Las fotos familiares cambian sutilmente: las sonrisas se curvan en muecas. Una de ellas desapareció. El padre pregunta quién soy. Me alimentó ayer. Hoy no lo recuerda. La madre rompe un plato al verme y susurra: “ese gato…”, como si nombrarme fuera un error. El niño ya no juega con otros. Desde mi llegada, todos lo han evitado, como si llevara algo adherido a la piel. Algo que contamina.

Me instalo en el alféizar de la ventana. Desde allí veo al niño caminar solo, dando vueltas como si esperara que alguien o algo saliera de entre los árboles. El cielo se ve más bajo. Las estrellas… no parpadean. Me están mirando. Y lo saben. Yo también. ¿Estoy aquí para quebrarme en esta forma? ¿Para pagar un crimen que no recuerdo? ¿O soy el heraldo de algo más vasto? ¿El primer paso de un hambre sin nombre que aún duerme bajo esta casa? La idea me turba. Pero no me aparto de él. El niño me mira, sus labios dicen algo que no oigo. Es casi mi nombre.

Esa noche ocurre. Me siento en el sillón, en la penumbra. El pasillo hacia su cuarto es un túnel de sombra. La casa está muda. Los padres respiran apenas. Y entonces, un alarido rasga el aire. “¡No lo mires a los ojos!” grita el niño desde su cuarto, como si hubiera visto más de lo que debería. No me he movido. Pero las sombras se estiran, vibran. ¿Lo provoqué? ¿O algo más se acercó? El aire es espeso. Su puerta se cierra de golpe. Llora. Gime. Y yo permanezco allí, fijo, observando el muro donde su nombre —Ethan— parece reescribirse al revés en la pintura agrietada.

Un eco atraviesa mi mente. No es un recuerdo. Es un reconocimiento. Una presencia. Un retorno. Algo que me llama por un nombre que aún no recuerdo, pero que me pertenece. Me pregunto qué ocurrirá cuando lo recuerde. Qué pasará cuando eso también me recuerde. Y si este niño, esta casa, esta ciudad… sean simplemente los primeros en ser desbordados.

El eco del grito de Ethan aún reverbera en las paredes, una herida cruda en el silencio, mientras permanezco inmóvil sobre el alféizar, con los ojos fijos en la grieta del muro donde su nombre—Ethan—se invirtió en la pintura descascarada, como un espejo de algo que aún no alcanzo a nombrar. Aquella noche fracturó algo en mí, una fisura que no puedo sellar. Lo que despertó entonces, esa presencia que rozó mi mente como un dedo sobre cristal helado, ha comenzado a colarse por las rendijas de este cuerpo felino, tornándome ya no en observador, sino en umbral.
Soy un conducto. Y algo inmenso está por cruzar.

La casa se encorva bajo su peso. El aire espesa, con un dejo a ozono y ceniza, y siento que los recuerdos, o quizá sus recuerdos, bullen dentro de mí como una marea de sombra líquida, desgarrando las costuras de este frágil caparazón. Ya no camino sin rumbo. Mis pasos, aunque sigan siendo los de un gato, siguen un compás que no proviene de este mundo.




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