Los que caminan al revés

Decían los viejos del pueblo que quien caminara hacia atrás podía engañar al tiempo.
Que el cuerpo, al negarse al futuro, conservaba la inocencia que el mundo le arrancaba al crecer. El niño lo creyó sin dudar.

Comenzó a dar pasos lentos, mirando siempre hacia donde había estado. Sus huellas apuntaban al pasado, y él sonreía al sentir que el aire se hacía más liviano, como si cada retroceso borrara un poco de su edad. Al principio, los aldeanos reían.

—Mira al pequeño —decían—, va buscando su infancia.

Pero los días pasaron, y el niño no detuvo el paso. Sus pies se cubrieron de barro seco, sus ojos se clavaron en algo que solo él veía. Cada noche retrocedía un poco más, hasta que el camino se disolvió en la frontera del bosque.

Allí, el viento olía a lluvia vieja y a tierra dormida. Dio otro paso, y el silencio lo envolvió como una piel. Los árboles se inclinaban hacia atrás, sus ramas tensas, como si recordaran un tiempo que ya no existía.

Sintió que algo lo observaba desde dentro de la corteza. El suelo se volvió tibio, casi palpitante, como si respirara con él. Las sombras a su alrededor empezaron a parecerse a la suya. Quiso correr hacia adelante, pero solo logró acelerar el paso hacia el pasado. Su cuerpo ya no le respondía; intentó llorar, pero el suelo desapareció bajo sus pies.

Cuando cayó, lo vio: un bosque hecho de formas humanas, donde la vida y la madera se confundían. Las piernas se hundían en la tierra oscura como raíces, los cuerpos se alzaban en troncos pálidos, y de sus brazos brotaban ramas delgadas que temblaban con el viento. Las cabezas, inclinadas en un sueño sin fin, se fundían con la corteza, y los ojos —abiertos, inmóviles— brillaban con la luz quieta de algo que no supo morir.

Un murmullo de niños, suave como viento entre hojas, llenó su mente mientras un sueño dulce subía por sus pies, anclándolo al suelo.

“Bienvenido a la eternidad. Aquí nunca crecerás.”